Apología de la utopía

Fuente: CTXT

Enfrentar la crisis ecosocial va a exigir que nos convirtamos en mejores narradores de historias. Necesitamos imágenes del futuro capaces de seducir y emocionar

Los mitos, los cuentos o las fábulas han sido durante milenios el principal método por el que nos comunicábamos. Así que no es de extrañar que nuestro cerebro se haya modelado mediante el arte de contar historias; algunos etnólogos y comunicadores defienden una influencia determinante de las narraciones en la evolución humana, apelan a que somos un Homo Narrans. Las historias nos permiten construir visiones compartidas de la realidad, consolidar o cuestionar creencias, y dotar de sentido a la vida; son uno de los mecanismos esenciales a través de los que la sociedad se representa, se cuenta y da cuenta de sí misma.

El poder de los relatos  y las ficciones

Hoy somos plenamente conscientes de que las ficciones nos entretienen, pero no tanto de que simultáneamente cumplen una función fabuladora: nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea, suscitando curiosidad e interés por las temáticas de la vida cotidiana, y permitiéndonos reelaborar aquellas experiencias que son objeto de nuestras inversiones afectivas más intensas y fuente de nuestros comportamientos emotivos más profundos. Además las historias son una herramienta educativa que nos habilita para preservar, construir y reconstruir los imaginarios sociales; y fuente de socialización que alimenta nuestras conversaciones diarias.

En tiempos recientes la neurociencia ha demostrado científicamente el poder de los relatos, al ligarlos a las raíces de la emoción compartida y la empatía. Al escuchar historias la mente de quien narra y de quien escucha se sincronizan, activan las mismas áreas cerebrales; y lo que es más importante, no solo se activan en nuestro cerebro las áreas donde procesamos el lenguaje, sino también aquellas que usaríamos al experimentar en primera persona aquello que nos están contando. Mientras escuchamos relatos, de forma inconsciente, tratamos activamente de relacionarlos con nuestras propias vivencias. Frente a la mera transmisión de información, el cerebro adora los relatos porque no distingue del todo entre leer o escuchar atentamente una historia, y vivenciar dicha experiencia en la realidad.

Al estudiar el poder de las narrativas para influir en nuestras creencias, los investigadores, como el neurobiólogo de Princeton Uri Hasson, están descubriendo cómo analizamos la información y los procedimientos mediante los cuales los humanos solemos aceptar nuevas ideas. Los resultados de estos estudios nos dan una mala noticia, pues para lograr cambios significativos en las percepciones no es suficiente con disponer de una gran cantidad de información, argumentos sólidos y cifras; por desgracia tener razón no resulta del todo persuasivo. La buena noticia es que las ficciones y los relatos son la mejor forma de activar aquellas partes del cerebro que permiten a un oyente convertir la historia en una experiencia propia; haciendo que la información que contiene resulte más persuasiva y memorable.

Enfrentar la crisis ecosocial va a exigir que nos convirtamos en mejores narradores de historias. Junto al  conocimiento científico disponible necesitamos imágenes del futuro capaces de seducir y emocionar, de visualizar nuevas cotidianidades y dotar a la gente de horizontes de sentido para los cambios sociales que demandamos. Una de las claves para estas narrativas transformadoras sería contar más historias de vida, incorporar anécdotas personales, pero, sobre todo, se trataría de inventar ficciones que tengan un impulso utópico anclado en prácticas alternativas, capaces de socializar una cultura ecológica y transmitir otros futuros, posibles pero no fantasiosos. El escritor de ciencia ficción Kim Stanley Robinson lo resume perfectamente al afirmar que necesitamos ver la situación real de manera más imaginativa, mientras imaginamos lo que queremos de manera más realista.

¿Vivimos un momento proclive a lo utópico?

Recordemos cómo durante el proceso de industrialización, ante la intensificación del individualismo, el predominio de la propiedad privada de los medios de producción, el industrialismo y la escasez, se fue articulando una resistencia obrera, responsable de popularizar una literatura utópica que, a grandes rasgos, proponía la inversión de estos valores y dinámicas sociales. Estos relatos evidenciaban una nostalgia de las comunidades disueltas por la implantación de la sociedad moderna, reactualizaban la preocupación por el papel de lo colectivo, repensaban los vínculos entre campo y ciudad, las relaciones sociales, el papel del trabajo y esbozaban el socialismo como una sociedad de la abundancia. Los utopistas compartían una pionera preocupación por la difusión de sistemas de producción y consumo cooperativos que, mediante el ejemplo, la educación y su difusión, aspiraban a desplazar al sistema capitalista. Además, planteaban la necesidad de nuevas arquitecturas y asentamientos, con muchos equipamientos colectivos, que permitiesen articular una sociabilidad alternativa en la vida cotidiana.

El socialismo utópico supuso un ejercicio de imaginación orientado a definir nuevos horizontes de posibilidad, favoreciendo una expansión cognitiva que fuera capaz de pensar más allá de lo establecido. Las comunidades icarianas, los falansterios, los asentamientos cooperativos owenitas, la Ciudad Jardín de Howard… resultan inconcebibles sin los libros que describieron el funcionamiento de dichas sociedades futuras, o sin las novelas de Bellamy o Wiliam Morris. La lucha de clases también fue una lucha de frases. Relatos que lograban hacer palpables y deseables otros mundos, que se volvían verosímiles para miles de personas, que más allá de las propuestas teóricas se involucraron en intentos prácticos de hacer realidad estas alternativas.

Proyectos cuya materialización práctica generalmente fracasó, al suponer, con cierta ingenuidad, que bastaba transformar los espacios en los que se desarrollaba la vida para que cambiaran las relaciones sociales. Un planteamiento que colisionó con la realidad al ofrecer como solución recetas abstractas y esquemáticas, basadas en diseños espaciales rígidos y predeterminados. Sin embargo, fueron derrotas preñadas de aprendizajes y supusieron valiosísimos experimentos, cuyos aprendizajes resonarán como referencia en múltiples campos del conocimiento y de la práctica política.

Ahora, al igual que en los albores de la Revolución Industrial, vivimos tiempos de gran incertidumbre, hondos malestares, profundos cambios e inevitables transformaciones en nuestros modelos de organización social. Una indeterminación que confiere a este momento un carácter utópico, en el sentido de que resulta necesario volver a imaginar sociedades postcapitalistas y alentar un experimentalismo social e institucional.

El sociólogo Erik Olin Wright dedicó muchos años a investigar lo que denominaba utopías reales, alternativas viables que ya funcionaban y que, junto a su factibilidad práctica en las condiciones sociales existentes, condensaban la potencialidad de alumbrar nuevas formas de habitar, trabajar u organizarse políticamente. Un valioso trabajo donde las alternativas sociales se valoraban desde tres diferentes criterios: deseabilidad, viabilidad y factibilidad.

Desde esa mirada se aproximaba a los procesos de presupuestos participativos, Wikipedia, Mondragón o el cooperativismo de Quebec y demostraba que su factibilidad dependía de su capacidad para formular estrategias coherentes y convincentes que ayudasen a crear las condiciones para implementar las alternativas.  Los límites de lo factible dependen en parte de las creencias de la gente acerca de qué tipos de alternativas son viables, lo pragmáticamente posible no es independiente de nuestra imaginación, sino que, al contrario, toma forma a partir de nuestras visiones sobre la realidad y nuestras formas de habitarla de forma diferente.

Imaginar futuros alternativos y utopías cotidianas

Necesitamos una narrativa distinta de lo que está aconteciendo, pues la tarea de desencadenar o acelerar un cambio de paradigma nos exige realizar un enorme ejercicio de imaginación ecológica. Más allá de la crítica y de la pedagogía, desde el campo de la cultura hay que priorizar la representación de modelos de sociedad que se hayan ajustado a los límites ecológicos y sean capaces de  mantener niveles dignos de calidad de vida. Esto supone ficcionar a partir del marco que va a contextualizar nuestra vida futura si logramos evitar el colapso, y esbozar sociedades en las que sean centrales cuestiones como las energías renovables, el decrecimiento en el consumo de energía y materiales, la satisfacción de necesidades de forma colectiva, las relaciones sociales más cooperativas, las economías postcapitalistas y fuertemente localizadas, las nuevas institucionalidades, las vidas disfrutadas en proximidad, la revalorización de los trabajos de cuidados, una nueva sensibilidad hacia la naturaleza, amplios procesos de regeneración de ecosistemas…

Estas ficciones deberían combinar la libertad creativa con un nivel básico de realismo ecológico y apostar por esbozar utopías cotidianas donde puedan representarse con cierta complejidad nuevos estilos de vida. Un enfoque que evite realizar retratos fantasiosos de sociedades ideales o armónicas, asumiendo que estas seguirán siendo consustancialmente dinámicas, conflictivas y contradictorias. Narrativas en las que seguirán teniendo cabida el suspense, la comedia y el drama; convirtiendo las utopías cotidianas en argumentos centrales o en el trasfondo sobre el que discurren las tramas principales. Una oleada de utopismo que llegue a los distintos géneros literarios, al teatro, la música, el cine y, especialmente, a las series de televisión,  pues en la actualidad son el sistema central de narración, al tener la mayor capacidad de seducción, de estructurar en torno a sí al resto de medios y de dotarnos de referentes comunes.

No estamos completamente huérfanos de relatos pues podemos revisitar Ecotopía, la inspiradora novela escrita en los años setenta por Ernest Callenbach sobre una transición ecosocial durante el apogeo de la contracultura, o acudir a los mundos creados por Margaret Atwood, Ursula K. Leguin o Kim Stanley Robinson. Más recientemente encontramos propuestas como el libro de Eric Holthaus, The future earth, o los relatos surgidos al calor de un proyecto como Borradores del Futuro que están ensayando este tipo de apuestas en el País Vasco.

Resultaría maravilloso que en unos años pudiéramos asistir a una proliferación de nuevos contextos y argumentos en las ficciones: ¿Cómo sería una road movie en una sociedad no fósil y relocalizada? ¿Qué subculturas juveniles, corrientes musicales o artísticas podrían emerger? ¿Una historia de amor donde junto a los sentimientos de sus protagonistas vemos cómo ha cambiado el paisaje urbano o la sensibilidad hacia la naturaleza? ¿Cómo discurriría la investigación de un asesinato en comunidades ecológicas con altos niveles de cooperación social? ¿Un thriller de espionaje industrial entre cooperativas que producen energías renovables? ¿Un falso documental sobre arqueología en los tiempos del capitalismo? ¿La aparición de superhéroes rurales y agroecológicos?

Quienes elaboran estas narrativas se convierten en reductores creativos de complejidad, como dicen los Wu Ming, construyendo relatos sobre otras vidas que nos predisponen a vivir de otra manera, asumiendo la responsabilidad de que sus creaciones construyen subjetividad e inciden sobre cómo intervenimos en la realidad. Historias que permiten visualizar y dotar de credibilidad a los cambios que se demandan, estimulando la voluntad de implicarse en proyectos alternativos y alentando un clima proclive a un intenso experimentalismo social. Muchas de las iniciativas que intenten hacer reales algunos de los anhelos de un futuro ecosocial fracasarán dejando valiosos aprendizajes, otras no saldrán tal y como se habían concebido, pero muchas de estas innovaciones serán capaces de poner a disposición de la sociedad prototipos y patrones de comportamiento funcionales a las situaciones por venir.

Necesitamos aumentar la complicidad entre ecologismo, comunidades creativas e industrias culturales para dar un empujón a la representación y creación de estas utopías cotidianas. Una labor que debería acompañarse de la problematización sobre el sentido y el papel que deben jugar los medios de comunicación públicos, los museos e instituciones culturales, así como el tipo  de creaciones que incentivan las subvenciones o los premios.

Margaret Thatcher decía que la economía era el método, pero el objetivo era cambiar el alma; algo similar podríamos afirmar del despliegue cultural al que apelamos. Una acción envolvente que como el calabobos te empape sin darte la sensación de que te estás mojando. Un despliegue  cultural capaz de ilusionar a la gente, reencantar la política cotidiana y generar un clima social capaz de enfrentar el colapso. No hay final feliz asegurado, pero sin socializar una idea de felicidad alternativa, más relacional y ajustada a los límites biofísicos, no podremos siquiera dar la batalla.