Ayuso, el ecofascismo y el lado distópico de la historia

Fuente: SALTO DIARIO

Ante un escenario de adaptación militarizada al colapso ecosocial, todos somos potencialmente fascistas y potencialmente solidarios. Tenemos que elegir a qué lado del muro de contención queremos estar

Durante el año 2020 y lo que va de 2021, todas las conversaciones han estado copadas por un término: coronavirus. El Diccionario de Oxford, que anualmente escoge una palabra como la más representativa de cada año, así lo ha reafirmado: coronavirus fue una de las elegidas. Esta nueva enfermedad ha sacudido el mundo hasta tal punto que parece quedar ya muy lejos aquel 2019 en el que las movilizaciones ecologistas, lideradas por la juventud y de la mano de la mejor ciencia disponible, pusieron en el centro de las agendas nacionales otro asunto aún más trascendental si cabe que la propia pandemia. ¿O es que acaso nadie recuerda ya cuál fue la palabra del año en 2019? Invoquémosla de nuevo: emergencia climática.

El hilo que conecta ambas realidades (la emergencia climática y la pandemia global) es mucho más estrecho de lo que la mayoría alcanza a imaginar. La propia ONU, mediante el Panel Intergubernamental de Biodiversidad (IPBES), ha certificado que las agresiones ambientales que están tras la emergencia climática son las mismas que causan pandemias como la de la covid-19. Asimismo, la Organización Mundial de la Salud ha constatado que el 70% de los últimos brotes epidémicos han comenzado con la deforestación. En realidad, la comunidad científica lleva décadas  advirtiéndonos –al menos desde la publicación en 1972 del informe Los límites al crecimiento por parte del Club de Roma– de los riesgos derivados de no transformar radicalmente nuestro modelo socioeconómico basado en el crecimiento sin límites y el consumo desenfrenado de recursos.

A pesar de que, en paralelo y relacionada con la pandemia, la crisis ecológica ha continuado y continuará azotándonos con cada vez mayor intensidad, diversos observatorios encargados de realizar un seguimiento de la cobertura mediática del cambio climático han hecho públicos en los últimos meses estudios en los que denuncian la drástica caída de la atención prestada por los medios de comunicación al cambio climático desde la llegada de la covid-19. A nivel global, el Media and Climate Change Observatory (MECCO) habla de una caída del 23% respecto al año anterior. La organización Media Matters For America, tras analizar algunos de los principales programas de noticias de las corporaciones norteamericanas, señala que en 2020 representó apenas un 0,4% de la cobertura mediática general.

No sabemos si vivimos una “era de cambios” o un “cambio de era”, pero sí que el futuro que se cierne sobre la humanidad es cada vez más parecido al que nos presenta la recomendadísima serie El Colapso: récords de temperatura global, temporadas de incendios forestales inusualmente activas, fortísimos huracanes, ciclones tropicales, Filomenas y DANAs cada vez más bruscas… No nos cansamos de decirlo: nuestra casa está en llamas. Estamos acercándonos a puntos de no retorno y desencadenando procesos planetarios que se retroalimentan negativamente. Sin embargo, todo apunta a que nuestra historia no será como la de la rana que saltó a una olla de agua hirviendo y, al sentir el calor, inmediatamente pudo escapar de ella y salvarse. Por el contrario, nuestra historia se parecerá más a la de la rana que nadaba tranquilamente en una olla de agua fría mientras la temperatura aumentaba lenta pero incesantemente, hasta que, cuando el agua comenzó a hervir y la rana quiso escapar, ya era demasiado tarde y esta murió de calor.

¿Cómo puede explicarse que no estemos poniendo todos los medios de que disponemos para mitigar y adaptarnos a los peligrosísimos (quizás incluso irreversibles) cambios que estamos provocando? ¿Necesitamos algún otro gran shock que evidencie con aún más claridad lo cerca que estamos del colapso? ¿O entenderemos que estamos inmersos en un proceso gradual de descomposición de nuestro sistema y de nuestro modelo de vida? ¿Acaso padece nuestra sociedad algo parecido al síndrome de la rana hervida? Eso explicaría que hayamos normalizado que el mundo sea un lugar cada vez más hostil.

La nueva normalidad: un capitalismo más excluyente, un planeta menos habitable

Hoy que nos hablan de ‘nueva normalidad’, tenemos la obligación de recordar que la juventud no conoce otra normalidad que la de la crisis permanente, la precariedad y la depresión crónica. Hoy la excepción se ha convertido en la nueva norma. Somos, dicen muchos, la primera generación que vivirá peor que la generación que le precede, con unos datos de desempleo juvenil alarmantes, una incertidumbre asfixiante y una falta de expectativas demoledora. Y mientras asistimos estupefactos al colapso del capitalismo global y de la civilización industrial, el cerco de exclusión sobre el que se asienta el sistema se estrecha cada vez más, expulsando de facto a dos tercios de la población mundial que, al no ser consumidores ni productores, parecen no ser necesarios.

Una de las expresiones más dolorosas de este modelo de globalización es la emergencia humanitaria que lleva tiempo viviéndose en Canarias, al ser hoy por hoy la ruta canaria la principal entrada de personas migrantes al Estado español y uno de los principales muros de contención de la Europa fortaleza. Según el informe Migraciones en Canarias, la emergencia previsible, publicado por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado, la creciente militarización del resto de rutas –fenómeno reforzado por los cierres de fronteras a causa de la pandemia– ha provocado que cerca de 30.000 personas llegaran en el último año y medio a las islas huyendo de la crisis y los conflictos en sus países de origen. Más de 2.600 son menores, y otras tantas han perdido la vida en el intento de llegar a la zona VIP del planeta. Sin embargo, el número de personas que se arriesgan a tomar la ruta canaria (considerada una de las más peligrosas) representa solo una mínima parte: la mayoría de los desplazamientos forzados son internos o a países vecinos.

El macro campamento improvisado de Las Raíces, en Tenerife, refleja con crudeza el sino de nuestro tiempo. Allí, unas 2.000 personas han tenido que permanecer hacinadas en condiciones infrahumanas a la espera de ser derivadas a la Península, una situación insostenible que ha desembocado en conflictos e intervenciones policiales. El sur de Gran Canaria también ha sido noticia en los últimos meses por haber tenido que albergar a unas 6.000 personas llegadas en patera, quedando colapsado entre otros el muelle de Arguineguín. Ante esto, la respuesta de las comunidades que se organizan para integrar y apoyar a las personas migrantes se enfrentan a sectores que organizan concentraciones para acosarles y perseguirles, lo que da buena cuenta del peligro de brotes racistas y xenófobos en nuestra sociedad. Podemos mirar hacia otro lado, pero el problema no va a desaparecer: según estimaciones de la Universidad de Columbia, para 2050 habrá en el mundo 700 millones de refugiados/as climáticos/as. Mientras, las desigualdades no dejan de crecer, y contemplamos como los ultra ricos han visto sus fortunas dispararse incluso durante la pandemia.

Nuestras sociedades se están tensionando. Asistimos, en palabras del activista ecologista Santiago Álvarez, a un intento de “fortificar archipiélagos de prosperidad en medio de océanos de miseria”. Incluso el FMI prevé una oleada de estallidos sociales tras la pandemia. Pero, quizás, el mayor peligro que nos acecha tenga que ver con aquello que apuntaba Gramsci de que cuando el viejo mundo no termina de marcharse y el nuevo mundo no termina de llegar, en ese claroscuro, es cuando surgen los monstruos. Y no cabe ninguna duda, la respuesta de buena parte de las élites ante la crisis ecosocial vuelve a ser el fascismo, cuya cepa más peligrosa probablemente sea su mutación en ecofascismo. Como plantean Emilio Santiago y Héctor Tejero, en el siglo XXI la lucha por el “espacio vital” se redefine en términos de capacidad de carga ecológica.

Hace unas semanas, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, declaraba abiertamente que si te llaman fascista es que estás en “el lado bueno de la historia”. Las declaraciones causaron cierto revuelo, pero lejos de hacer saltar todas las alarmas, todo apunta a que el PP de Ayuso podría ser la fuerza más votada en las próximas elecciones madrileñas del 4-M.

A medida que el orden neoliberal se desmorona y los poderosos comienzan a ver peligrar sus privilegios, los monstruos comienzan a mostrarse cada vez con menos complejos. Y cuidado. Porque sucumbir a la “banalidad del mal”, siguiendo la famosa expresión acuñada por Hannah Arendt, es una de las maneras más extendidas de alimentar a la bestia y normalizar el auge del fascismo. De ahí que, frente a la absurda disyuntiva entre “comunismo y libertad” con la que la extrema derecha ha tratado de plantear las elecciones madrileñas del 4-M, otros hayan venido a plantear con mayor acierto que la auténtica disputa, en realidad, es entre “democracia y fascismo”, y no es de extrañar que lemas como ‘¡No pasarán!’ se cuelen en esta campaña. Ante la creciente polarización social, cabe preguntarse: ¿es el terremoto político que se vive estos días un sismo pasajero fruto de la sobrerrepresentación electoral o estamos ante un sismo premonitor que anticipa futuras réplicas de magnitud desconocida?

Lo cierto es que, en relación con el panorama que venimos describiendo, podemos pronosticar que en los próximos años seremos testigo de cómo la convergencia entre ecologismo, nacionalismo y neoliberalismo dará forma a un autoritarismo verde que, como he analizado más en profundidad en el dossier ecosocial Los discursos en torno a la emergencia climática, servirá de munición para un rearme discursivo de los sectores más reaccionarios. Mercantilismo climático, seguridad climática y tecnoutopismo servirán para reforzar un discurso imperialista que combinará la defensa estratégica del medio ambiente con la rentabilización de nuevos nichos de mercado (tecnologías verdes, energías renovables, mercados de carbono, servicios ambientales…) y con políticas migratorias xenófobas de cierre de fronteras para blindar enclaves con aforos limitados. El hecho de que ya estemos viendo a millonarios comprando islas en Nueva Zelanda o desplegando tecnologías para salvarse, evidencia que la serie El Colapso, lejos de ser ficción, ejemplifica el “sálvese quien pueda” en que se está convirtiendo el mundo.

Especialmente paradigmático ha sido el caso de la tormenta de aire gélido que golpeó al estado de Texas el pasado mes de febrero. Como consecuencia de la desestabilización del vórtice polar causada por el cambio climático, una masa de aire frío se adentró hacia el sur, dejando a millones de estadounidenses sin energía, agua corriente, ni abastecimiento en los supermercados. Mientras, el precio de la energía se disparaba un 10.000% y los políticos republicanos, responsables de la desregulación del mercado energético, culpaban con fake news a las energías renovables y huían del país abandonando a su suerte a la población.

Más allá de la extravagancia “comunismo o libertad” y del loable “democracia o fascismo”, se está librando una disputa fundamental en el eje “utopía o distopía”. Y por ahora, la vamos perdiendo. Muchos comienzan a afirmar que nos adentramos en la Era de las Consecuencias, en la que inevitablemente tendremos que convivir con muchos de los negativos impactos de la crisis ecosocial. Pues bien, en este nuevo estadio, muchos de los modelos que antes podían servirnos ya no nos valen. Cuanto antes tomemos conciencia de este cambio de paradigma y actuemos en consonancia, mejor.

Activismo ecosocial en la Era de las Consecuencias

En este convulso paisaje, bajo el lema “No más promesas vacías”, activistas de todo el mundo liderados por la juventud de Fridays For Future se movilizaron el pasado 19 de marzo en una Acción Global por el Clima que volvió a ser notoriamente atípica. El movimiento que irrumpió en 2019, protagonizando el despertar climático y siendo incluso definido por algunos políticos como “la última esperanza del planeta”, trata así, pese a las adversidades, de mantener activa la presión social, consciente de su responsabilidad e importancia histórica. Este audaz movimiento de rebelión climática global, que para 2020 tenía prevista una escalada de sus acciones en el marco de la plataforma Rebelión por el Clima, tuvo que enfrentarse solo un año después de su nacimiento a una pandemia que ha trastocado completamente sus planes. Cuando teníamos las respuestas, nos cambiaron las preguntas.

Es momento de hacer una profunda reflexión autocrítica que no deje lugar a la autocomplacencia. Adentrarse en la Era de las Consecuencias implica que la población ya no será concienciada tanto por las protestas (que seguirán siendo fundamentales) como por la propia virulencia del colapso ecológico y climático y por la creciente disfuncionalidad del sistema. Y dado que previsiblemente la actual pandemia solo es un anticipo de los cada vez más frecuentes desastres naturales y conflictos que vendrán, de nada sirve esperar a que llegue esa idílica nueva normalidad que tanto nos prometen para comenzar a diseñar nuevas estrategias adaptadas a los tiempos que vivimos.

Si no podemos hacer desobediencia civil física, tendremos que aprender a hackear. Si no podemos acercarnos a menos de uno o dos metros de distancia, tendremos que encontrar nuevos espacios donde quepamos todas y todos. Si no podemos reunirnos presencialmente, tendremos que enfocarnos en nuestros nodos digitales mejorando nuestro funcionamiento, nuestros procesos y nuestras estructuras organizativas. Pero ante todo, no podemos renunciar a seguir actuando con la frescura y la jovialidad que nos caracterizan, en este caso para diseñar estrategias creativas y audaces que permitan aumentar la resiliencia comunitaria para frenar o amortiguar los efectos del colapso ecosocial tanto como sea posible. Para ello, algo fundamental será potenciar la creación de sinergias entre los tejidos sociales y económicos locales, a la vez que propiciamos una conversación social en la que la solidaridad sea el pegamento cohesionador de nuestras sociedades. En este marco, justicia climática y antifascismo vendrán a ser dos caras de una misma moneda.

Por otro lado, debemos seguir empujando desde la sociedad civil organizada para que los gobiernos actúen, habida cuenta de que la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que ya se encuentra en fase final de tramitación, aún está lejos de cumplir con la ambición que exige la ciencia. En este sentido, es preciso repensar la manera en que nos relacionamos con la política institucional y explorar nuevas formas de incidencia, estableciendo relaciones de complicidad con aquellas formaciones políticas que se alineen con las demandas de la ciencia y las organizaciones ecologistas, y a la vez, sometiéndoles a una concienzuda rendición de cuentas. Pero no solo. Debemos comenzar a enfocarnos en la formación de nuestros propios cuadros políticos, con vistas a generar un movimiento ecosocial bien implantado en los territorios que sea capaz de ejercer el liderazgo que necesitamos y articular proyectos transformadores que, si bien partirán de lo local, deberán necesariamente tener una mirada global, y apoyarse en una cooperación multinivel para hacer escalables estas transformaciones.

El ‘lado bueno de la historia’ hoy es verde y morado

Algunos han entendido que el papel de los nuevos espacios que, a partir de 2019, multiplicaron las posibilidades de transformación ecosocial, especialmente Fridays For Future era solamente el de ser una suerte de lobby que allanase el camino para la inversión en tecnologías verdes por parte de las grandes empresas. Promover una transición hacia un capitalismo ecofriendly y volvernos a casa. Pero hemos venido a cambiarlo todo. Por eso, debemos ser cautos y no lanzar las campanas al vuelo ante cualquier medida que intente presentarse como la solución definitiva. Este parece estar siendo, por ejemplo, el caso del debate en torno al modelo de transición energética que las instituciones están comenzando a desplegar. Un debate que, haciendo un uso perverso del argumento de la emergencia de los tiempos, algunos pretenden dar por zanjado pese a que numerosas organizaciones ecologistas, con motivos bien fundamentados, se han opuesto (como explica el compañero Martín Lallana) al tratarse de un modelo de transición fuertemente extractivista que, lejos de atajar de raíz los problemas, ahonda en muchos de ellos.

Por ejemplo, al amenazar aún más a la ya muy tocada biodiversidad, este modelo parece abocarnos a un futuro en el que seremos más vulnerables a más y peores pandemias. Porque recordémoslo: la emergencia climática y ecológica es el síntoma, pero la enfermedad se llama capitalismo. Esto significa que, sin superar el dogma del crecimiento económico ilimitado, la sustitución de unas fuentes energéticas por otras para cubrir unos niveles de consumo de recursos y energía en continuo aumento no bastará. Más que nada, porque incluso las energías renovables dependen de materiales que no son renovables (litio, níquel, cobalto y otros tantos minerales). En este sentido, en palabras de Santiago Muiño, “uno de los debates centrales del próximo medio siglo va a ser el de los límites ecológicos absolutos que marcan las reservas minerales de la Tierra”. “De hecho, la economía descarbonizada y digital del siglo XXI será tan dependiente de estos grandes productores de minerales como la economía fosilista del siglo XX lo fue de la OPEP”.

En la guerra de posiciones climática, haber logrado poner el foco sobre la necesaria transición ecológica supone solo haber ganado una batalla. No es poca cosa. La siguiente batalla que toca dar gira en torno al cómo de esa transición: cómo promover un modelo distribuido que no se base en mega proyectos y que no suponga una amenaza para la biodiversidad, la fertilidad de los suelos y los territorios; cómo lograr que los fondos europeos para la reconstrucción (Next Generation EU) sirvan para impulsar la economía social y solidaria y no un capitalismo verde; cómo redistribuir la riqueza y atajar las desigualdades vinculadas a la crisis climática y ecológica; cómo dinamizar el mundo rural, poner en el centro los cuidados o dar respuesta al reto migratorio, etc. Y es ahí donde nos jugamos nuestra condición de agentes verdaderamente transformadores: en nuestra capacidad para saber cómo y cuándo dar cada batalla.

No podemos elegir qué tiempo vivir: solo podemos elegir cómo enfrentamos los retos que nos ha tocado. Vivimos tiempos de enorme incertidumbre, y ante un escenario de adaptación militarizada al colapso ecosocial, todos somos potencialmente fascistas y potencialmente solidarios. Tal vez llegue un momento en que tengamos que elegir a qué lado del muro de contención estar. O tal vez ese momento ya haya llegado. En cualquier caso, yo estoy orgulloso de pertenecer a una generación que, pese a los oscuros presagios, ha demostrado en todo momento su voluntad de luchar por un futuro en el que quepamos todas y todos; una generación que no se resigna y que está decidida a afrontar sus retos de frente y sin miedo. Porque cuando no se tiene nada que perder, tampoco se tiene miedo.

Somos la generación de los 8-M masivos y del despertar climático. La generación que se atrevió a soñar otro mundo posible cuando el calibre de la emergencia climática y ecológica nos quitaba el sueño. La generación que hizo suya la defensa de la sostenibilidad de la vida, de una vida digna de ser vivida.

Una generación que, mal que les pese a todas las Ayusos del mundo, sabe que el “lado bueno de la historia”, el de verdad, hoy es verde y morado. La historia no está escrita. Arrebatémosles el privilegio de escribirla. Protagonicémosla.