Educación ambiental: sobre colapso y esperanza

Fuente: CTXT

El neoliberalismo dificultó que el espíritu reformador con el que surge la EA pudiera generar una transformación que permitiese afianzar el cuidado del entorno como un pilar más de un Estado del bienestar

El contexto. ¿Siniestro total?

Se puede decir que la educación ambiental (EA) ha tenido mala suerte histórica: nació en los años 70, junto con el neoliberalismo que se impone durante los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher y que se implanta durante las siguientes décadas. Esta corriente ideológica ensalza una antropología individualista, cuestiona la intervención del Estado como fiscalizador del mercado y administrador del bien común y los bienes comunes y se opone a cualquier regulación que limite los intereses del capital, incluidas las de carácter ambiental. Vivimos las consecuencias de la hegemonía de este paradigma, evidentes, por ejemplo, en las dificultades para definir una política global que aborde la emergencia climática, a pesar de que el alcance de esta amenaza es bien conocido desde mediados del siglo pasado. Esta coyuntura histórica dificultó que el espíritu optimista y reformador con el que surge la EA a finales de los sesenta pudiera generar una transformación educativa y social que permitiese afianzar el cuidado del entorno como un pilar más de un Estado del bienestar que comenzó a ser desmontado –y aún lo está siendo– por el tsunami neoliberal.

Un ejemplo del amplísimo seguimiento de los postulados neoliberales es la inclusión en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de un objetivo que reclama “sostener el crecimiento económico per cápita”. El indicador de cumplimiento es la tasa de crecimiento anual del PIB, lo que supone ignorar los límites biofísicos del planeta o la desigual distribución de los recursos y las cargas ambientales entre las diferentes sociedades. Esta inconsistencia ha sido destacada incluso por el Club de Roma: “En ninguna parte de la Agenda 2030 se admite que si la construcción de los once objetivos sociales y económicos (1-11) se basara en estrategias de crecimiento convencionales, implicaría que es prácticamente imposible, aunque sea solo de forma parcial, reducir la velocidad del calentamiento global, detener la sobrepesca en los océanos o la degradación de la tierra, por no hablar de la pérdida de biodiversidad. En otras palabras, suponiendo que no haya cambios importantes en la forma en que se define y supervisa la economía, existen enormes contradicciones entre los ODS socioeconómicos y los ambientales” (Von Weizsäcker & Wijkman, 2019: 100).

La realidad es que nos encontramos en un contexto más insostenible que en los años 70 y superando los límites de habitabilidad del planeta. Tenemos un desajuste entre lo que producimos y consumimos y la capacidad de resolver los problemas que creamos. Seguramente ya estamos viviendo el colapso. En 2020, el 22 de agosto la humanidad en su conjunto sobrepasó el consumo de recursos que la tierra es capaz de ofrecer en un año, pero las necesidades básicas de los más pobres no llegan a satisfacerse. En el caso español, la huella ecológica media es de 4 hectáreas por persona (cuando correspondería 1,2 hectáreas / persona).

Sin embargo, a la vez, la respuesta institucional es más importante que nunca. El pasado diciembre, la Unión Europea revisó sus objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, pasando del -40% al -55%, respecto a 1990 y, en España, el Consejo de Ministros ha aprobado una hoja de ruta para lograr la neutralidad climática –cero emisiones netas de GEI– a mediados del presente siglo. A una década vista, la estrategia de descarbonización gubernamental supone recortar en un tercio las emisiones actuales. Una de las caras más visibles de este proceso es el cierre de las centrales térmicas de carbón: 7 de las 15 existentes en España fueron clausuradas en 2020. Los gobiernos autonómicos y locales también formulan y desarrollan sus planes, introduciendo criterios de sostenibilidad en ámbitos estratégicos como el urbanismo o la movilidad. Simultáneamente percibimos cambios importantes de comportamientos y estilos de vida: el consumo de carne se desploma, el uso de la bicicleta aumenta, crece la economía social y solidaria, con cooperativas energéticas, grupos de consumo ecológico o banca ética. Son cambios relevantes, con impacto, que redefinen valores sociales. También aparecen movimientos y proyectos sociales de transformación colectiva y de transición ecológica, donde los procesos educativos tienen un papel clave.

Las contradicciones como incentivo

Pierre Bourdieu decía que el problema de la sociología crítica aplicada al análisis de las estructuras que definen la vida social es que tiende a desencantarnos, ya que ayuda a ver el mundo desde un punto de vista que no nos gusta. La EA, cuando asume una posición crítica y reconoce su naturaleza política –al fin y al cabo, de lo que se trata es del tipo de sociedad que queremos construir–, también genera desencanto y, no pocas veces, frustración entre los profesionales y activistas. Jacques Bossuet decía, en el siglo XVII, que “Dios se ríe de los hombres que se quejan de las consecuencias al mismo tiempo que consienten sus causas”.  Esta paradoja podría parafrasearse para representar el escenario que enfrenta la EA en la actualidad: “El mercado se ríe de la gente que se queja de las consecuencias a la vez que acepta las causas”. Una de las barreras de la EA, realmente crítica en las sociedades occidentales, es que sus referentes éticos y socio-políticos van, inevitablemente, a la contra de los estilos de vida establecidos y del modo de producción-consumo que los sostiene. Como ya advertimos, ni los mismos ODS pueden eludir estas contradicciones estructurales y plantean el contrasentido de educar para la sostenibilidad con un marco que no contempla los límites planetarios y que aboga por un crecimiento sostenido como condición para el desarrollo humano. En el campo de la EA agota la necesidad permanente de luchar por el significado de las palabras y de superar ambigüedades y dobles discursos.

Las contradicciones pueden ser desesperantes pero también pueden ser positivas. Si percibimos contradicciones, algo chirría. A medida que avancemos en el proceso de transición las contradicciones serán más evidentes. La inercia del sistema hará que algunos elementos contradictorios se mantengan durante un tiempo, mientras que otros comenzarán a cambiar. Debemos hacer un aprovechamiento inteligente de las contradicciones, aprender a reconocerlas, cuestionarlas y no normalizarlas.

Demolición y construcción

La EA tiene dos tareas que parecen opuestas: la demolición de algo que no funciona, y la construcción de algo que queremos que funcione. Planteado en términos educativos, es tan importante desaprender como aprender. Además de demoler (revisar críticamente ideas asentadas, hábitos y modos de vida), hay que construir, tanteando nuevas maneras de ver el futuro común y participando en su creación. Nos enfrentamos al reto de compaginar el espíritu crítico y la capacidad de contribuir al cambio. Michela Mayer sugirió, ya hace mucho, la fórmula “Mirada crítica y lenguaje de posibilidad”: ver lo que no funciona y hablar de lo que se puede hacer. Es una propuesta que exige aceptar la complejidad, evitando el esquematismo del blanco o negro y aprendiendo a encontrar el espacio entre derruir y crear.

Hay un elemento de esperanza: los procesos transformadores abren escenarios nuevos, espacios de cambio, ventanas de oportunidad, nuevas maneras de gobernarse. Pindado, Martí y Rebollo (2002) recuerdan que el principal motor del cambio es la gente y la gente cambia a través de procesos educativos: “Nosotros somos los que cambiamos y, al hacerlo, logramos cambiar las cosas. A este tipo de cambio, le llamamos educativo y, por tanto, para hacer que las cosas cambien, debemos educarnos; porque estamos hablando del cambio de la gente”. Puesto que la educación está en el centro de la transformación, la EA se debe acoplar a los procesos de transformación y generar un aprendizaje social.

Difícilmente una persona cambia sola, ni una sola persona hace cambiar las cosas. Cambiamos más fácilmente si nuestro entorno nos invita y nos lo facilita, y por eso es clave configurar ambientes estimulantes en los que las personas nos sentimos gratificadas cuando actuamos para contribuir a los objetivos compartidos.

Hay que construir este espacio inteligente entre derruir y construir, donde el cambio individual sea posible y donde se funda con el cambio colectivo. Crear, allí donde se pueda, espacios de coherencia, contextos o microcontextos sociales donde el cambio es bien visto y alentado, comunidades de innovación en que las personas, inmersas en un entorno que pone en práctica lo que predica, no nos sentimos extrañas debido a nuestras opciones y hábitos. Puede ser una cooperativa de consumo, una escuela sostenible, un banco del tiempo, una iniciativa de recuperación de excedentes y tantos otros ejemplos, afortunadamente. Hay que poner en valor los espacios de coherencia que ya existen, donde es posible vivir diferentes estilos de vida “sin ir a la contra” y donde se comprueba que las acciones individuales pueden tener también una dimensión colectiva que mejora la vida en común.

El diálogo crítico y consciente entre lo individual y lo colectivo es imprescindible. Autores como Foucault y Bourdieu afirman que la sociedad no es algo externo, que se encarna en nuestro yo. Y es a través de la educación que podemos desarrollar la capacidad de autosocioanálisis –de entender cómo las estructuras sociales nos condicionan para cuestionar aquellas imposiciones culturales que nos hacen colectivamente insostenibles– como una clave para proyectar el cambio desde la esfera personal a la social. Lo personal es político porque lo personal es también social.

Ser motor de cambio colectivo

Muchas personas comprometidas en la EA se han visto tradicionalmente como transmisoras de mensajes, pero en la visión que hoy tenemos de nuestro trabajo los educadores debemos ser facilitadores de cambios para implicar y empoderar a las personas en proyectos de transformación social.

Debemos trabajar en dos planos que se retroalimentan:

– Lo que pensamos (ideas alternativas, ayudando a construir un nuevo marco de pensamiento) y

– Lo que hacemos (prácticas): generando comunidades de cambio (cooperativas de consumo, escuelas sostenibles, movimientos de salvaguarda de los bienes comunes, etc.) donde se alimentan y reconocen las buenas prácticas.

Está extendido el mito de que los procesos participativos son espontáneos. Justamente es lo contrario: son procesos complejos que deben estar organizados y estructurados. Y es aquí donde radica el papel de las educadoras ambientales. Nuestra función es motivar y catalizar procesos de cambio, estimulando la participación de las personas, identificando las dificultades y acompañando las estrategias sociales para superarlas. Debemos ser agentes facilitadores de los procesos de transformación social, procesos donde la comunidad reconoce un reto en su tránsito hacia la sostenibilidad y se pone en marcha para hacerle frente a través de un cambio.

La participación es un fin y un medio en EA. El conocimiento puede conducir a la acción, pero la acción también puede conducir al conocimiento.

La EA en la escuela

Por lo que se refiere al sistema educativo formal, la necesidad de adaptar el currículum a los retos del siglo XXI está generando un campo de batalla donde confluyen muchos intereses contrapuestos. La presión a la que se somete el sistema educativo es fuerte y resulta difícil acomodar nuevos conceptos y demandas sociales. Por ejemplo, un lustro después del Acuerdo de París, las iniciativas para incorporar la emergencia climática en los marcos curriculares oficiales son anecdóticas y muy limitadas en su ambición pedagógica, social y ambiental. Sin embargo, también vemos como están surgiendo nuevas oportunidades, con iniciativas como Fridays For Future, las escuelas sostenibles, la transformación de patios, cambios en la gestión y el funcionamiento de los centros…, que auspician contextos de coherencia y trabajan para extenderlos en la comunidad educativa y en los entornos sociales de referencia.

La transversalidad de la EA sigue siendo una idea válida pero, a efectos prácticos, habría que pensar en acotar una parte del currículum –objetivos, espacios, tiempos, recursos, docentes– e integrar en la praxis educativa la emergencia climática en todas sus dimensiones. El cambio climático no debería verse como un tema más, sino como un problema que hay que afrontar en su complejidad durante la educación obligatoria. Además, la preeminencia de la emergencia climática en la agenda curricular enviaría una señal muy potente a la sociedad sobre cuáles son las cuestiones clave y obligaría a replantear prioridades y reflexionar cómo afrontarlas.

La nueva Ley de Educación (LOMLOE) toma como referencia los ODS, pero está por ver si su desarrollo alineará el sistema educativo con los retos de la emergencia climática –explícitamente mencionada en la Ley–, para que las nuevas generaciones puedan hacer frente a los escenarios que vendrán. Con todo, en los principios rectores del nuevo marco legal se echan de menos ideas fundamentales en EA, como la ecodependencia y la conciencia sobre los límites planetarios. Una ausencia que es imprescindible corregir en los documentos que desarrollen la Ley.

¿Una profesión de futuro?

El campo de la EA es complejo, por su historia, porque conviven en él diferentes perfiles personales y profesionales (ciencias naturales, ciencias sociales, personas sin titulación académica formadas en el ecologismo, etc.). Tomando como referencia la teoría de los campos sociales de Bourdieu, la EA podría ser considerada un “transcampo” en el que los agentes que lo constituyen basculan entre los campos de las ciencias ambientales/naturales y las ciencias de la educación/sociales, que operan con lógicas diferentes de poder, con roles sociales y profesionales sometidos casi siempre a condiciones de precariedad y subsidiariedad: lo educativo es subsidiario en las políticas ambientales y lo ambiental es subsidiario en las políticas educativas. Las condiciones de precariedad –en términos económicos y de reconocimiento profesional y social– de las profesionales de la EA contrastan con un perfil académico superior de la mayoría de las personas que se dedican a ella.

Es chocante –pero coherente con el rol contracultural de la EA– que sea una profesión considerada imprescindible para avanzar en la transición ecológica (una profesión de futuro) y que sea, simultáneamente, una profesión precaria, precarizada e invisibilizada. En España ha habido una carencia histórica de una política pública de EA sólida, con financiación específica, acompañada de la creación de infraestructuras institucionales especializadas y con proyección a medio y largo plazo. Los momentos más esperanzadores, en torno a la redacción de El Libro Blanco de la Educación Ambiental en España, hace ya dos décadas, tuvieron un desarrollo desigual en el mosaico de las comunidades autónomas. En general, se impuso la incongruencia entre los marcos estratégicos aprobados (prácticamente por todas las CC.AA) durante el primer lustro de este siglo y la inexistencia de planes para financiar y asentar su concreción en recursos y programas.

A la vez que una profesión en sí misma, la EA también es una herramienta para otros profesionales. De hecho, está presente en muchas profesiones que no solemos identificar con el núcleo duro de la EA. Es importante conjugar las dos dimensiones y poner más en valor la EA reforzando tanto a los educadores ambientales como a las practicantes de la educación ambiental.

Como colectivo nos vemos como un movimiento socio-cultural. Lo somos en la medida en que proponemos un cambio social y cultural, pero no estamos suficientemente organizados. Si tenemos alguna posibilidad de generar cambios reales, será sumando con otras fuerzas que persiguen transformaciones en los ámbitos político, social, económico o cultural. ¿Cómo generar estas alianzas, definir estrategias compartidas y ganar fuerza?

La EA es más que el campo profesional. Y tiene unos límites muy difusos, que deberíamos aprovechar para tejer estas alianzas. Pero la realidad es que las activistas de Fridays For Future pensaban que estaban “solas”, que no tenían referentes. Seguramente existe un problema de relevo y continuidad generacional, ya que los nuevos colectivos aparecen desconectados y ni utilizan la misma terminología. Es preocupante que nuevas generaciones que promueven la educación ecosocial ignoren o “rechacen” la trayectoria de la EA –que, por otra parte, está jalonada de luces y de sombras– y desconozcan o no se sientan implicados en lo que se ha hecho hasta ahora, con la pérdida de aprendizajes que comporta. Un problema de difícil solución: ¿es “nuestro discurso” el que está desconectado?, o ¿es que las nuevas generaciones no lo asumen porque lo identifican con un mundo que no sienten suyo o entienden que la insostenibilidad contemporánea es, también, un fracaso de la EA?

Ansiedad y esperanza

Una cuestión en que hemos avanzado en EA es el reconocimiento de la importancia de los aspectos emocionales. El cambio climático y otros problemas resultan siniestros e incluso deprimentes. Esto genera respuestas emocionales muy negativas, que pueden traducirse en bloqueo o inhibición. Para aprender a gestionar esta dimensión emocional es importante entender cómo funcionan las respuestas de autojustificación, que sirven para tranquilizarnos y evitar sentimientos de culpa (negación de la realidad, desplazar la responsabilidad a otros, decir que la aportación individual sirve de poco, etc.).

La única manera de contrarrestar los niveles paralizantes de ansiedad que socavan la capacidad de muchas personas para implicarse es la esperanza real, con contenido y dirección. No es decir ‘todo irá bien’ sino ayudarles a darse cuenta de su poder para hacer acciones significativas que marcarán la diferencia.

Los jóvenes son conscientes de su vulnerabilidad. Nos corresponde alinearnos con su coraje y su voluntad de lucha, hacerles saber que no están solos. Las impulsoras de movimientos como Fridays for Future son escépticas respecto al futuro, pero aun así actúan, y tratan de enfocar en positivo sus propuestas y sus acciones.

La EA se puede dotar de muchos instrumentos, no siempre enfocados exclusivamente a la racionalidad y al manejo del conocimiento científico. También se puede apelar al sentido del humor, a los lenguajes y las experiencias artísticas (teatro, música, artes plásticas) como claves para llegar a las emociones y los sentimientos.

Desde una mirada realista y lejos de negar los problemas, compartimos una visión de futuro con esperanza (no hay pedagogía sin esperanza). Esta esperanza radica en la dignidad de la vida humana, para reducir los impactos y minimizar los desajustes que pueden incrementar el sufrimiento de cuatro quintas partes de la humanidad.

Tenemos oportunidades para aprender y cambiar y queremos hacerlo. Sabemos que no sólo es posible conjugar aprendizaje y transformación social, sino que es imprescindible. Es cuestión de seguir trabajando, con actitud positiva. Ante las distopías desesperanzadoras, hay que construir nuevos horizontes utópicos, si es necesario desde una dignidad desconsolada (en palabras de Jorge Riechmann), para poder vivir dignamente y disfrutar de la vida.