Probablemente, dentro de unas semanas, el contagio del virus se vaya limitando y todo vuelva a la normalidad. Eso es lo deseable, pero no debería ser así. Y no lo digo por el contagio, sino por la normalidad: porque nuestra normalidad dista mucho de ser lo deseable.
Lo sucedido en los últimos días ha sido tan rápido y de tanto alcance que parece que hemos entrado de repente en una nueva época. Hace un par de semanas, nadie se atrevería a predecir que el mundo iba a pararse por una epidemia que, a decir verdad, no se había cobrado más que un puñado de víctimas mortales entre la población más vulnerable a las afecciones respiratorias. ¿Cómo es posible que se pare el mundo por unas cuantas muerte de gripe si 10.000 personas pierden la vida cada día por no poder costearse atención sanitaria? El mundo no se ha parado nunca ante nada: ni ante la gripe común –que se cobra cada año cientos de miles de víctimas mortales–, ni ante la malaria –que supera cada año los 200 millones de casos y las 400.000 muertes–, ni ante el hambre –que padecen una de cada ocho personas en la tierra–, ni ante la miseria –que padecen dos de cada tres–, ni ante el desarraigo –que obliga cada día a más personas a abandonar su casa y su patria–, ni ante la guerra –que afecta directamente al 11% de la humanidad–, ni ante la desigualdad –que hace que un puñado de magnates acumule mayor fortuna que media humanidad junta–, ni siquiera ante el flagrante deterioro del planeta. Todo eso forma parte de la normalidad: ignominiosamente, que el sistema con el que nos organizamos sea incapaz de cubrir las necesidades perentorias y los derechos fundamentales de dos terceras parte de la humanidad forma parte de la normalidad. ¿Por qué, entonces, se ha parado el mundo ante este virus?
Confieso que ésa es la pregunta que me desafía en el insólito vacío de los últimos días. La posible respuesta de que el coronavirus haya sido creado para desestabilizar a China, para experimentar con la dinámica de masas y el control social, o para servir a intereses oscuros no explica, en todo caso, la parálisis. ¿Por qué el peligro ha sido afrontado con tanta diligencia esta vez? ¿Por qué hemos declarado la Alarma? Creo que la respuesta es que el coronavirus nos ha situado ante un miedo nuevo: el de exponernos a cruzar súbitamente la frontera que nos convierte en víctimas.
Así es. Por increíble –y vergonzoso– que parezca, nunca sentimos de verdad ese miedo cuando hablamos de guerras, de migrantes, de náufragos, de enfermos de malaria o de hambrientos; no sentimos tampoco ese miedo cuando hablamos incluso de recortes, desahucios, suicidios, pérdida de conquistas y derechos dentro de nuestras propias patrias. Todo parecen cosas que suceden a otros, cosas que ocurren al otro lado de una tenue frontera.
El coronavirus ha desatado el miedo mostrándonos ahora la fragilidad de esa frontera; y ha dejado a las claras dos lacras arraigadas a fondo en nuestra sociedad, que deberían escribirse con mayúscula: la Hipocresía y la Ceguera. Nos importan los muertos cuando somos nosotros: sólo entonces los vemos de verdad. Y si no es así, ¿por que no se paró el mundo –o la Unión Europea, o el Estado griego– en estos años en que Grecia decreció demográficamente en más de 350.000 personas por efecto de las medidas de austeridad impuestas por la Troika? ¿Dónde estaban las televisiones y los grandes medios, que ahora andan al acecho para dar la primicia del último contagio, cuando todos los días se suicidaba gente, o vivía en las calles, o era expulsada de sus propias casas? ¿Dónde están ahora que todo esto sigue sucediendo aún? ¿Cómo es posible que quienes, hace poco, se jactaban de promover el desmantelamiento del sistema sanitario, la privatización de otros servicios públicos y la enajenación de la riqueza nacional para cumplir los objetivos de los memoranda, sean ahora autoridades alertadas, concienciadas y movilizadas por el bien común?
El coronavirus nos está demostrando que el mundo se debe detener a afrontar los peligros. Que se puede parar. Que se pueden emprender grandes y urgentes proyectos colectivos. Y que, si no lo hicimos, fue porque no quisimos. Porque, una y otra vez, nos hicieron creer que era imposible. Y porque preferimos creérnoslo. Porque ni nuestra sociedad, ni nuestros gobiernos, ni nuestro sistema han sentido nunca el verdadero miedo que los moviera a situarse a la altura de los grandes retos, a la altura de la empatía y de la solidaridad. Ojalá, en adelante, conscientes ya de la fragilidad de esa frontera que nos separa de la condición de víctimas, aprendamos del miedo y decretemos, civilizadamente, el Estado de Alerta en nuestras vidas.