Caso Shell: una sentencia que nos permite respirar mejor

Fuente: CTXT

Un tribunal holandés establece que los intereses económicos de la empresa deben sacrificarse frente a la importancia de los bienes que pretenden protegerse: el clima y los derechos humanos. Una conclusión jurídica excepcional

Holanda volvió a hacer historia el pasado 26 de mayo: una sentencia del Tribunal de Distrito de La Haya consideró a la petrolera holandesa Shell responsable de contribuir al cambio climático con su actividad, y la condenó a reducir sus emisiones de CO2 en toda su cadena de suministro en un 45% para 2030, con respecto a sus niveles en 2019.

Es la primera vez que un tribunal ordena a una empresa que reduzca sus emisiones de CO2: hasta la fecha, los tribunales sólo habían considerado responsables a los gobiernos de los daños del cambio climático. Precisamente, el primer precedente lo sentó también la justicia holandesa con el ya famoso caso Urgenda, en el que el Tribunal Supremo condenó al gobierno holandés por su falta de ambición en las políticas de mitigación del cambio climático. La sentencia, de diciembre de 2019, consideró que, con sus políticas insuficientes en materia de reducción de emisiones, el gobierno vulneraba los derechos fundamentales de la ciudadanía, y le condenó a reducir la emisión de CO2 para finales de 2020. El procedimiento judicial duró varios años, y aunque la fundación Urgenda demandó al gobierno a principios de la década, no fue sino hasta 2019 cuando se consiguió agotar la vía judicial, dejando al ejecutivo muy estrecho margen de tiempo para cumplir los objetivos que podría haber realizado en toda una década.

Esta es una de las razones por las que los colectivos demandantes de Shell le recomiendan que no recurra la sentencia, porque tras el precedente de Urgenda, es previsible que el Tribunal Supremo confirme la sentencia dentro de unos años, por lo que la empresa sólo conseguiría tener que cumplir la condena en un periodo mucho más reducido de tiempo.

La sentencia de Urgenda no solo sacudió a Europa, sino a todo el planeta, y desde entonces, los litigios climáticos contra una multitud de gobiernos por su falta de ambición climática salpican el panorama internacional. Aún es pronto para hacer balance de resultados de esta multiplicidad de litigios climáticos, pues la mayoría de ellos están pendientes de resolución. Pero empiezan a atisbarse indicios de esperanza, tras las recientes sentencias de Irlanda, Francia y Alemania, que han condenado a sus respectivos gobiernos a aumentar la reducción de emisiones para 2030. El caso más reciente es el de Alemania, cuyo gobierno, a los pocos días de recibir la sentencia condenatoria (auspiciada por Greenpeace Alemania), modificó la ley de cambio climático para aumentar la reducción de emisiones del 55% al 65%, con respecto a los niveles de 1990, para el año 2030.

La ONG Amigos de la Tierra interpuso la demanda en el caso Shell en 2018, porque su actividad contribuye desde hace décadas al “cambio climático peligroso”. Se sumaron posteriormente otras organizaciones como Greenpeace Holanda, Jongeren Milieu Actief  y 17.329 personas que dieron su apoyo.

La obligación de Shell de reducir sus emisiones comprende a toda su cadena de valor, incluyendo las relaciones con los proveedores de productos (como los suministradores de electricidad), y las emisiones de los productos utilizados por los consumidores finales (como el queroseno para aviones).

Por ello, la sentencia constituye un claro mensaje a la industria de los combustibles fósiles de todo el mundo: el carbón, el petróleo y el gas deben permanecer bajo tierra. La industria de los combustibles fósiles no puede continuar obteniendo ingentes beneficios a costa del clima y los derechos humanos.

Una sentencia basada en la protección de los derechos humanos

Ese es, precisamente, uno de los aspectos más interesantes de la sentencia: el Tribunal se basa en distintos instrumentos jurídicos internacionales, como los Principios Rectores de la ONU o las Directrices de la OCDE para Empresas Multinacionales, para dictaminar que las empresas no solo no pueden vulnerar los derechos humanos, sino que deben trabajar activamente para prevenir que se vulneren dondequiera que éstas operen.

Tras la sentencia del caso Urgenda, existe un consenso internacional en que las normas de derechos humanos se aplican a todo el espectro de cuestiones ambientales, incluido el cambio climático. La sentencia de Urgenda aplicó la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) conforme a la cual, pese a que no existe un derecho autónomo al medio ambiente sano en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH), los gobiernos pueden ser condenados por la vulneración de los artículos 2 y 8 del CEDH (reguladores del derecho a la vida y a la intimidad personal y familiar respectivamente), por no ofrecer protección a la ciudadanía frente a las consecuencias del cambio climático.

La sentencia del caso Shell afirma que la responsabilidad de las empresas de respetar los derechos humanos existe, con independencia de la capacidad o la voluntad de los Estados de cumplir con sus propias obligaciones en materia de derechos humanos, porque dicha responsabilidad no es una mera opción para las empresas.

Responsabilidad individual de cada actor internacional

Existe un amplio consenso internacional en el hecho de que el cambio climático es un problema global que los Estados no pueden abordar por sí solos, sino que es necesario que otros actores contribuyan igualmente a reducir las emisiones de CO2.

Igual que hacen los gobiernos cuando se enfrentan a demandas de este tipo, Shell trató de zafarse de su responsabilidad afirmando que el calentamiento global no tiene un solo causante, sino que es responsabilidad de todos los Estados y de infinidad de actores. Pero el Tribunal holandés (como ya hiciera la sentencia del caso Urgenda) estima que “toda contribución a la reducción de las emisiones de CO2 puede ser importante”, por lo que los objetivos establecidos en el Acuerdo de París deben ser perseguidos por Estados y empresas. La lucha contra el cambio climático requiere una atención inmediata. Si los niveles de emisiones no cambian, el presupuesto de carbono se habrá agotado en doce años, según afirma la Agencia Internacional de la Energía, por lo que los próximos diez años son fundamentales para evitar un cambio climático peligroso. Por ello, cualquier reducción de las emisiones es necesaria, y cuanto antes se lleve a cabo será mejor.

El Tribunal reconoce que “Royal Dutch Shell no puede resolver este problema global por sí sola. Pero esto no la exime de su responsabilidad individual de hacer su parte en relación con las emisiones del grupo Shell, que puede controlar”. Y añade: “RDS sí tiene una responsabilidad individual, que puede y debe llevar a cabo a través de su política corporativa para el grupo Shell”Lo cual no obsta, continúa afirmando el tribunal, para que Shell no esté sola en este esfuerzo de reducir la extracción de petróleo y gas en todo el mundo, y que “otras empresas también tendrán que hacer su contribución”.

Otro aspecto innovador de la sentencia es la forma en que el Tribunal indica a Shell, de forma clara y directa que, a pesar de que la obligación de reducir las emisiones en un 45% en toda su cadena de valor podría frenar el crecimiento económico del grupo empresarial, el interés protegido con esta sentencia (el clima y los derechos humanos) está por encima de los intereses comerciales del grupo Shell: “…a las empresas privadas como RDS también se les puede exigir que tomen medidas drásticas y hagan sacrificios financieros para limitar las emisiones de CO2 para evitar un cambio climático peligroso”. El Tribunal realiza un juicio de ponderación entre los bienes jurídicos en conflicto, para concluir que son los intereses económicos de la empresa los que deben sacrificarse frente a la importancia de los bienes que la sentencia pretende proteger: el clima y los derechos humanos. Esta conclusión, que podría parecer obvia, resulta verdaderamente excepcional en el cuerpo de una sentencia.

El pasado 24 de febrero, el diario Público publicaba la noticia de que en un escrito de la Abogacía del Estado –de contestación a la demanda interpuesta por Greenpeace España contra una denegación de información sobre exportación de material bélico a Arabia Saudí– la representación legal del Estado sostenía que el acceso a esa documentación “pondría en peligro tanto los intereses económicos y comerciales de España, como los de la entidad exportadora”, remarcando que el acceso a la información sobre las ventas a Arabia Saudí “dañaría la posición competitiva de la entidad solicitante de la licencia, debilitaría su posición en el mercado y produciría un perjuicio económico al revelar y hacer accesibles conocimientos exclusivos de carácter técnico o comercial de la empresa amparada por el secreto empresarial”.

Ambos casos guardan notables similitudes: la exportación de armas a Arabia Saudí –que posteriormente las utiliza en el conflicto bélico que mantiene con Yemen, en una guerra que se ha cobrado más de 230.000 vidas según la ONU– constituye una vulneración grave de los derechos humanos. Solo que en ese caso, para la Abogacía del Estado, “los intereses económicos y comerciales de España, como los de la entidad exportadora” están por encima de la protección de los derechos humanos.

En este sentido, que la sentencia del caso Shell ponga negro sobre blanco la primacía de los derechos humanos sobre los intereses económicos constituye un auténtico hito. Aunque legalmente esto pueda parecer una obviedad, dada la protección de la que gozan los derechos humanos en las constituciones y tratados internacionales, en la práctica no lo resulta tanto si tenemos en cuenta que estamos hablando, como señala Luigi Ferrajoli, de los “poderes salvajes” del capitalismo.

Tecnologías de emisión negativa: una ‘vía de escape’ para Shell

La sentencia holandesa tiene, sin embargo, algunas sombras, pues establece que Shell podrá utilizar las llamadas “emisiones negativas de CO2” o tecnologías de emisión negativa, “aunque el IPCC (Panel Intergubernamental del Cambio Climático) advierte de los riesgos asociados a las vías de reducción de emisiones basadas en estas tecnologías a gran escala, se acepta generalmente que debe haber espacio para escenarios con emisiones negativas”.

El problema de la permisividad con el uso de estas tecnologías es que constituyen una falsa solución al problema del cambio climático. Tanto Shell, como las multinacionales en general, podrán continuar emitiendo CO2, si compran derechos de emisión procedentes de la puesta en marcha de las tecnologías que retiran carbono de la atmósfera. Pero esas tecnologías no están probadas, ni ofrecen garantía de que la retirada del carbono sea efectiva. Algunas de ellas, como la bioenergía con captura y almacenamiento del carbono (quemar biomasa en lugar de combustibles fósiles para producir electricidad, y almacenar el CO2 producido por esta combustión en capas geológicas profundas), pueden ser incluso peligrosas, porque nadie certifica que ese CO2 permanecerá cautivo en las entrañas del planeta. Por no hablar de que esta ‘falsa solución’ colocará a la agricultura ante una terrible disyuntiva: producir biomasa energética o alimentar a la población mundial. Lamentablemente, en el sistema capitalista en que vivimos, esta disyuntiva será zanjada por el beneficio económico.

Por eso, las organizaciones demandantes de Shell formulan la pregunta: ¿por qué contaminar primero para tener que ‘limpiar’ después, cuando existen soluciones fácilmente disponibles para producir energía limpia y segura?

¿Desencadenará esta sentencia una escalada de nuevos litigios?

Claramente sí. Tras esta sentencia, demandantes de todo el mundo pueden hacer valer ante los tribunales de sus respectivos países que los productores de combustibles fósiles tienen la obligación de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, de acuerdo con ‘la mejor ciencia disponible’. A partir de este momento, las empresas de combustibles fósiles quedan advertidas de que, si continúan con su actividad, podrán ser demandadas.

Esta sentencia, basada en el derecho internacional de los derechos humanos, podría utilizarse también para exigir responsabilidades a otro tipo de empresas contaminantes: desde la agricultura o la pesca industriales, a los financiadores de empresas contaminantes, que están sujetas a las mismas obligaciones en virtud del derecho internacional de los derechos humanos. Todas las empresas que contribuyen directa e indirectamente al cambio climático tienen la obligación de respetar los derechos humanos y adoptar medidas para mitigar el cambio climático.

El caso español

En España, varias organizaciones ecologistas lideradas por Greenpeace iniciaron el primer litigio climático contra un gobierno, en septiembre de 2020. La demanda, dirigida contra el ejecutivo presuntamente más ecologista de nuestra democracia, está basada en la inactividad del Gobierno que, por mandato de la UE, estaba obligado a aprobar un Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) a finales de 2019, que contuviera la hoja de ruta de la reducción de emisiones para 2030, y que acaba de ser aprobado el pasado mes de marzo. Pero el litigio se fundamenta, sobre todo, en la falta de ambición de este instrumento esencial que, al igual que la recientemente aprobada Ley de Cambio Climático, prevé una reducción de emisiones para nuestro país del 23% con respecto a los niveles de 1990, cuando la comunidad científica está advirtiendo de que hay que reducir, como mínimo, un 55% las emisiones de CO2 en 2030, si queremos tener alguna posibilidad de no superar el 1,5º C de aumento global de la temperatura, que es el compromiso adquirido por España con la firma del Acuerdo de París.

Al igual que otros litigios climáticos internacionales, la demanda española también está basada en la vulneración de los derechos fundamentales, ya que España es uno de los países más vulnerables al cambio climático, según la Agencia Europea de Medio Ambiente, lo que requiere unas políticas mucho más valientes y radicales en la defensa del medio ambiente y del clima, que las que está llevando a cabo este Gobierno, aunque sea cierto que se ha ocupado más del tema que los gobiernos anteriores. Pero sigue siendo insuficiente.

A modo de conclusión

La pandemia de coronavirus nos ha enseñado que es posible una disminución radical de las emisiones de CO2. Evidentemente, esa disminución de la contaminación no fue planificada, sino fruto de la reducción drástica de la producción y del transporte que experimentamos durante algunos meses. Esa falta de planificación exacerbó también las desigualdades y la precariedad social, con especial crudeza en los sectores más débiles de la población, lo que incrementó el sufrimiento humano hasta niveles dramáticos, por lo que no podemos felicitarnos del impacto climático que está teniendo la epidemia.

Sin embargo, podemos plantearnos algunas preguntas: ¿por qué la reducción ‘a ciegas’ de la producción y el transporte no podría abrir la puerta a una reducción consentida y planificada?, ¿por qué la globalización, caracterizada por la optimización del beneficio de las multinacionales, no habría de ser sustituida por una cooperación basada en la justicia social y climática?

Resulta evidente que estas alternativas sólo pueden realizarse a través de un cambio político radical. Pero, mientras tanto, la litigación climática, con resultados tan excelentes como el de la sentencia Shell y algunas otras, ha llegado para quedarse.

La ciudadanía exige justicia ambiental y los tribunales nos han tendido la mano. ¡Que tomen nota las empresas contaminantes!