Existe un hilo que conecta las protestas en las calles de Santiago y el futuro del clima: la tarea política fundamental del siglo XXI es enhebrarlo.
Tras la COP25 celebrada en Madrid, ciudad que acogió la cumbre ante la incapacidad del gobierno de Sebastián Piñera para responder a las demandas del estallido social chileno de un modo que no fuera un nivel represión impropio de un Estado democrático, se constata un abismo entre el enésimo fracaso de los gobiernos, la alarma científica y la creciente movilización de la sociedad civil organizada. Este es el balance más obvio del evento, y la mayoría de los titulares y crónicas apuntan en esa dirección.
Sin dejar de ser cierto, anoto algunos apuntes para la reflexión colectiva. La referencia inicial a Chile no es un guiño de solidaridad protocolario. Existe un hilo que conecta las protestas en las calles de Santiago y el futuro del clima: la tarea política fundamental del siglo XXI es enhebrarlo.
Desde Río 92 (y antes Estocolmo 72) se suceden grandes eventos mundiales organizados para solucionar la crisis ecológica en sus distintas dimensiones. En el peor de los casos, ni siquiera logran avances retóricos significativos, como ha sucedido en Madrid, con la excepción de la aprobación final del Plan de Acción de Género. En el mejor, se llegan a acuerdos relativamente importantes, como en París 2015, pero estos no han logrado todavía producir efectos positivos reales que sean cuantitativamente contrastables. Recordemos: en mirada global, y salvo de los CFC causantes del agujero en la capa de ozono, ni un solo indicador del desastre ecológico en curso se ha revertido en los últimos 50 años. Medio siglo de decepciones recurrentes apuntan a problemas muy de fondo en nuestra relación con la biosfera.
Trump no es una extravagancia americana. Es un pionero histórico. El precedente Reagan está ahí para quien quiera acordarse: lo que parecía a los ojos de Europa un barbarismo político, pronto se convertiría en el patrón de medida de los líderes de una nueva era
Pongamos un ejemplo climático. El Acuerdo de París en el plano de lo ecológicamente necesario fue un fracaso. Pero en el plano de construir cierto consenso político básico a nivel de gobernanza global supuso un hito. Ha pasado casi un lustro desde aquel supuesto evento histórico llamado a marcar un antes y un después, y las emisiones interanuales de CO2 siguen incrementándose. Ni siquiera una victoria simbólica, como un pequeño descenso neto de emisiones interanuales, y algo así estaría muy lejos aún de una solución, ha sido todavía posible.
Si ampliamos la mirada, el drama de nuestro tiempo adquiere dimensiones distópicas: alguien como yo, con 35 años, ha sido testigo de la mitad de las emisiones históricas de CO2, desde las primeras factorías en Manchester a finales del siglo XVIII hasta las actuales centrales térmicas de carbón que sigue instalando la República Popular de China. En contraste, el consenso científico sobre el cambio climático es sólido al menos desde los posicionamientos de James Hansen a finales de los años 80. Por tanto, una COP que casi en 2020 quisiera estar a la altura de la emergencia climática negociaría importantes reducciones de emisiones, la interconexión mundial de una infraestructura renovable o cuotas obligatorias de refugiados climáticos, no reglas para el mercado de carbono o mecanismos de ayuda financiera.
Pero la realidad siempre es lo que es, no lo que debería ser. Nos toca trabajar desde este presente amargo que nos viene dado. ¿Dónde estamos? Llegamos 40 años tarde a una situación en la que a) la transición ecológica no está asegurada b) no está asegurada que sea justa. La realidad en 2019 se podría resumir así: EE UU saliendo del Acuerdo de París. Brasil bloqueando un texto de mínimos que ni siquiera es vinculante. China e India exigiendo su derecho al desarrollo económico como prerrequisito de cualquier otra consideración. La UE, siendo vanguardia global de la transición ecológica, regateando ambición y justicia climática, e insistiendo en llevar como compañero de viaje un paradigma históricamente fracasado en lo socioeconómico, y que solo puede empeorar las cosas en lo ecológico: el neoliberalismo.
El debate Green New deal vs. decrecimiento, instalado en muchos círculos ecologistas como la polémica central de nuestros días, tiene algo de este viejo tic miope de la izquierda
Para reflexionar y tomar la verdadera medida de nuestra situación: los países que en la COP25 firmaron el Acuerdo de San José (un mercado de emisiones que no hiciera trampas contables —y un mercado de emisiones es mucho más parte del problema que parte de la solución—), aunque cuente con algunas potencias europeas que le dan cierto peso internacional, son solo 30 y suman solo 500 millones de personas en un mundo de 7.750 millones.
La historia demuestra que a las minorías activistas nos encanta pelearnos por minucias, como si se nos fuera algo trascendental en ello, mientras se nos escapa lo esencial. El debate Green New deal vs. decrecimiento, instalado en muchos círculos ecologistas como la polémica central de nuestros días, tiene algo de este viejo tic miope de la izquierda. Pero el elefante en la sala es otro: existe un bloque geopolítico, ya en el poder en países clave (EE UU, Brasil), cuyo proyecto se resume en la siguiente fórmula: negacionismo climático para estirar la era de los combustibles fósiles + apartheid climático para gestionar sus consecuencias.
Trump no es una extravagancia americana. Es un pionero histórico. El precedente Reagan está ahí para quien quiera acordarse: lo que parecía a los ojos de Europa un barbarismo político, pronto se convertiría en el patrón de medida de los líderes de una nueva era. De ello se deriva un primer apunte: la emergencia climática es un juego en el que no jugamos solos. Salir adelante mediante una transición ecológica socialmente justa exige ganar políticamente (y por tanto electoralmente) a un proyecto que apunta en la dirección contraria.
En el mundo lleno del siglo XXI, los que buscamos compartir a una escala sin precedentes tenemos que vencer a los que optarán por matar a una escala sin precedentes. Sobra decir que, tras 40 años de neoliberalismo exitoso, todas las inercias antropológicas (en los imaginarios y en los hábitos) soplan a favor de ellos y en contra nuestra. Por tanto, la primera idea que debe estar presente en el análisis de nuestras decepciones climáticas es que la correlación de fuerzas nos es tremendamente desfavorable, no solo en lo político, también en lo antropológico.
El crecimiento económico no es una «decisión política» de un gobierno. Es una trampa estructural, que además es previa al capitalismo aunque este la exacerba hasta el desastre de un modo muy particular: eso que Marx denominó fetichismo de la mercancía
Pero nuestra impotencia climática va más allá: responde a lógicas civilizatorias estructurales de esas que ninguna cumbre podrá meter en agenda nunca. El imperativo del crecimiento económico es una de ellas. La insuperable fragmentación política de la humanidad es otra.
El ecologismo anticapitalista apunta la incompatibilidad de sostenibilidad y capitalismo porque el segundo es inherentemente expansivo. El asunto exigiría un análisis más sofisticado, porque lo que el capitalismo requiere es la expansión de beneficios, no el crecimiento biofísico en sí, que se da como un efecto colateral de lo primero. Pero en tanto que la verdad “nada puede crecer hasta el infinito es un plantea finito”, pese a estar al alcance de las matemáticas de quinto de primaria, sigue siendo un tabú en el debate político, nunca se dejará de insistir suficientemente en ello. Especialmente cuando ya llevamos 40 años de extralimitación ecológica.
Pero el problema es mucho más complejo y ya no basta con denunciarlo. El crecimiento económico no es una “decisión política” de un gobierno. Es una trampa estructural, que además es previa al capitalismo aunque este la exacerba hasta el desastre de un modo muy particular: eso que Marx denominó fetichismo de la mercancía. “No lo saben, pero lo hacen”. En tiempos de esterilidad ante la emergencia climática diríamos más bien: “Lo saben y aun así lo hacen”. Cuando la reinversión de beneficios económicos es el centro de gravedad que gobierna de modo inconsciente la vida social, la macroirracionalidad se impone como una maldición.
Los modos de vida de las clases populares OCDE y las medias BRICS tendrán que transformarse profundamente para entrar dentro de los límites planetarios. ¿A peor? No tiene porque. Pero vivir mejor con menos será la madre de todas las guerras culturales
¡Acabemos con el capitalismo! Fantástica idea. Cualquier solución pasa realmente por dejar atrás un modo de producción cuya desembocadura natural es el ecocidio. Pero que no se nos escape un detalle menor: solo nos toca saber hacer eso que el socialismo lleva intentando 150 años sin éxito. Y con un objetivo mucho más fácil y menos inaudito: el socialismo nunca pensó en dejar de crecer.
En conclusión, ninguna propuesta ecologista es seria, ni está a la altura del reto que nos toca, si no se hace cargo, hasta el último gramo de conocimiento doloroso y sin miedo a perder sus sostenes ideológicos, de todas las amargas conclusiones que nos ha legado la historia de esa guerra civil que ha recorrido el mundo desde 1848 hasta aquí y que los partidarios de ir más allá del capitalismo hemos perdido. Esta tarea, por cierto, también nos obligará a cambiar muchos de los viejos enfoques.
Por ejemplo, señalar al capitalismo como causante de la crisis climática a la vieja usanza es especialmente estéril: un puñado de corporaciones concentra el 70% de las emisiones. Cierto. Pero este dato nos habla solo de la concentración de la propiedad actual, no de su insostenibilidad. Esas empresas nacionalizadas o en cooperativas emitirían lo mismo salvo que transformáramos radicalmente las pautas de consumo. Por tanto: resolver la emergencia climática no va solo de expropiar ricos o empresas. Los modos de vida de las clases populares OCDE y las medias BRICS tendrán que transformarse profundamente para entrar dentro de los límites planetarios. ¿A peor? No tiene porque. Pero vivir mejor con menos será la madre de todas las guerras culturales.
¡Decrecimiento! Sin duda. Sin una esfera material de la economía menor, la extralimitación nos llevará a la catástrofe. Pero el decrecimiento, siendo inspirador, hoy es todavía un proyecto especulativo en páginas de libros. Muy inmaduro incluso en lo teórico. Baste pensar en el problema que supone el envejecimiento demográfico (que debería ser una buena noticia) para nuestro sistema de pensiones. Todas nuestras instituciones están diseñadas para crecer. Nos hace falta I+D+i en problemas técnicos importantes como el reciclaje de materiales o energías renovables optimas fabricadas con minerales abundantes.
Pero nos hace falta también mucho I+D+i, y cientos de tesis doctorales, que exploren qué puede significar decrecer en un modo concreto, específico, proponiendo alterativas factibles. Esto es, capaces de ser al menos experimentadas en medio del entramado institucional realmente existente. Por tanto que no dependan de ninguna suerte de momento histórico cero, donde gracias a una varita mágica revolucionaria todo lo que existe se resetea y empezamos a levantar una sociedad nueva sobre un folio en blanco. Y si el decrecimiento en su traducción concreta ofrece muchas más preguntas que respuestas, menos aún sabe nadie cómo aplicarlo en situación de competencia política real en sistemas democráticos: primero ganando elecciones. Y después con exigencia rápida de resultados, despertando fricciones y con enemigos que van a aprovechar a su favor cada uno de tus fallos.
la crisis ecológica es exactamente el tipo de problema mundial de nueva escala para el que el marco político estatal se descubre desadaptativo
Esto no significa que estemos condenados a un crecimiento ecológicamente suicida. Sin estado estacionario no habrá sostenibilidad. Pero instalarse en un eslogan como “decrecer” sin problematizar su puesta en práctica es el tipo de burbuja ideológica que ya no tenemos tiempo para permitirnos. Necesitamos un enfoque decrecentista menos literario-especulativo y más pragmático-operativo. En el programa electoral de Más País hicimos una propuesta concreta para avanzar en esta línea. La basamos en dos objetivos: obligar por ley a reducir el consumo de energía primaria de nuestra economía y realizar una reforma ecológica de la contabilidad nacional (es imposible organizar algo como un descenso de nuestro impacto ecológico si ni siquiera tenemos instrumentos estadísticos unificados y consensuados para medirlo y hablar sobre ello).
Sobre la fragmentación política de la humanidad: Marvin Harris, bajo la amenaza del holocausto nuclear de la Guerra Fría, afirmaba que uno de los grandes exámenes de la evolución cultural sería si la humanidad podría sobrevivir en un mundo políticamente dividido en Estados. Lo que es una reflexión válida para el caso del armamento nuclear, lo es más para la emergencia climática: la crisis ecológica es exactamente el tipo de problema mundial de nueva escala para el que el marco político estatal se descubre desadaptativo.
Cuando nos entre la depresión climática, baste recordar lo siguiente: en 2018, la manifestación por el clima en Madrid congregó a unas 1.000 personas. En 2019, la manifestación a cientos de miles
Pero no es imaginable pensar que esto pueda superarse de ningún modo. Cualquier transición ecológica viable se dará a través de eso que hemos comprobado recurrentemente que son las relaciones internacionales entre Estados. Esto es, un espacio donde se intentan articular, en un dificilísimo encaje de bolillos, muchos intereses particulares, algunos incompatibles entre sí. Donde todo acuerdo multilateral será parcial y frágil. Y donde siempre amenazarán emerger las puras relaciones de fuerza (militar o económica) como el árbitro de última instancia que medie entre las diferencias irreconciliables.
No perder de vista lo que es y será siempre una negociación internacional entre Estados es importante también para valorar eso que ha pasado fuera de la zona azul, en la cumbre social, y que ha supuesto un justificado clavo ardiente al que aferrar nuestra esperanza climática. En contraste con la decepción de la cumbre oficial, de la contracumbre de los movimientos llegaban buenas noticias: capacidad de autoorganización en tiempo record, debates necesarios y fundamentados, multiplicación de contactos útiles, propuestas de acción directa… Cuando nos entre la depresión climática, baste recordar lo siguiente: en 2018, la manifestación por el clima en Madrid congregó a unas 1.000 personas. En 2019, la manifestación a cientos de miles. Los bucles de retroalimentación positiva no solo nos amenazan en el deshielo del permafrost ártico: también funcionan, y pueden ilusionarnos, para el cambio social.
En mirada global, y salvo de los CFC causantes del agujero en la capa de ozono, ni un solo indicador del desastre ecológico en curso se ha revertido en los últimos 50 años
La movilización climática es un rayo de luz en una encrucijada oscura. Y toca celebrarlo. Pero conviene no dejarse llevar demasiado por la autocomplacencia. La barrera entre la zona azul y la cumbre social es falsa. No lo olvidemos: tenemos los gobiernos que nuestras sociedades civiles permiten. Y en este punto sería interesante no repetir cierto espejismo de la contracumbre como le pasó al movimiento antiglobalización hace 20 años, que soñando con un desborde de rebeldía ciudadana se olvidó de pensar, comprender y utilizar una de las piezas fundamentales del puzle: el Estado.
Necesitamos avanzar a toda velocidad en todo aquello que con tanto esfuerzo y belleza hacen los movimientos sociales: movilizar, sensibilizar, investigar, denunciar, litigar, luchar en conflictos laborales o por la defensa del territorio, construir redes de solidaridad internacional… Necesitamos también la acción de otra sociedad civil menos espectacular, menos organizada quizá y más molecular, pero igualmente imprescindible: nuevos imaginarios, nuevos productos culturales que los estimulen, proyectos económicos alternativos y económicamente solventes…
Pero, y esto es fundamental, necesitamos también (y en muchos países a la vez) ganar elecciones, y revalidar gobiernos en ciclos electorales largos. No habrá transición ecológica socialmente justa sin mayorías electorales que respalden y empujen gobiernos comprometidos al respecto. Es obvio que esto no sabemos cómo hacerlo, y baste el ejemplo del fracaso de Corbyn, del que toca reflexionar como otro experimento doloroso de este combate secular en el que siempre perdemos muchas veces de lo que ganamos. Pero ganar y revalidar gobiernos, por un punto ciego ideológico, casi nunca entra dentro de la agenda de la reflexión y autoconstrucción de los espacios donde germina lo mejor de nuestra inteligencia y nuestra creatividad transformadora, que son los movimientos sociales.
La barrera entre la zona azul y la cumbre social es falsa. No lo olvidemos: tenemos los gobiernos que nuestras sociedades civiles permiten
La emergencia climática es una cuestión esencialmente política. Lo que se acuerda entre gobiernos en las cumbres es expresión de una batalla que se libra fuera. Por eso las protestas en Chile son casi más importantes para el clima que las negociaciones en Madrid. El estallido social en Chile ha logrado algo tan inspirador como abrir un proceso constituyente contra uno de los regímenes neoliberales más duros del planeta. El pulso hoy en Chile se debate entre cuestiones tan importantes para abordar la emergencia climática como la paridad de género o escaños constituyentes reservados para pueblos originarios.
En este marco, lo que sucede en Chile es interesante no solo como oportunidad: un proceso constituyente en tiempos de emergencia climática. Lo es también como indicador del tipo de nivel al que debemos escalar la batalla política por el clima (renegociar los consensos básicos de un pacto social roto), y también las muchísimas tareas que tenemos pendientes para poder ganarla.