Cuando las ecologistas nos enfrentamos a las renovables

FUENTE: CTXT

Las megainfraestructuras pretenden ser el globo de flotación de un capitalismo español que se tambalea desde la última década. Enfrentarse al desarrollo de estos grandes proyectos significa también enfrentarse a este poder económico

El pasado martes 26 de enero el Ministerio para la Transición Ecológica realizaba una subasta de 3.000 megavatios de potencia para la instalación de nuevos proyectos de energías renovables. Los grandes ganadores de la subasta fueron las empresas Capital Energy, X-Elio, Iberdrola, Naturgy, Elawan, Greenalia, Grupo Ignis, Acciona, Hanwha Energy, Engie, EDP Renovables y Endesa. Es previsible que la mayor parte de estos nuevos proyectos se lleven a cabo siguiendo el modelo de megainfraestructuras, con grandes inversiones económicas detrás y actores empresariales de gran tamaño dirigiendo la operación. Es previsible, por tanto, que muchos de estos proyectos sean rechazados por grupos ecologistas y plataformas de defensa del territorio.

Esta respuesta puede resultar chocante, incluso incomprensible para algunas personas ¿Acaso las ecologistas no estábamos a favor de las energías renovables? ¿Es que ahora nos hemos vuelto majaras? ¿Le estamos haciendo el juego al lobby de los combustibles fósiles? Los motivos que hay detrás de este enfrentamiento son varios; trataremos de hacer un repaso aportando seis elementos para el debate.

Biodiversidad, esa gran olvidada

Una parte importante de las advertencias sobre los impactos negativos de los parques eólicos y fotovoltaicos de gran tamaño tiene que ver con la biodiversidad. Cuando se realiza tal despliegue tecnológico sobre zonas naturales una gran cantidad de especies puede ver amenazado su hábitat, o directamente sufrir cientos de muertes debido, por ejemplo, a las afiladas palas de un aerogenerador. Son principalmente diferentes especies de aves y de murciélagos las más afectadas ya por este tipo de instalaciones. La escasa profesionalidad y la dinámica fraudulenta con las que los promotores de los proyectos llevan a cabo los estudios previos de impacto hacen que la amenaza a la biodiversidad se agrave. De hecho, en muchos casos, los proyectos directamente se planean instalar en zonas especialmente protegidas por su gran importancia en la conservación de la biodiversidad, como es el caso de la Red Natura 2000.

En algunos casos, esta cuestión podría ser tomada como un “mal menor” si queremos llevar a cabo una transición energética que nos saque de la dependencia de los combustibles fósiles. Pero esta visión minusvalora la importancia fundamental que tiene la biodiversidad en el complejo equilibrio de los ecosistemas. Tomarse a la ligera el riesgo de efectos irreversibles sobre la biodiversidad significa no tomarse en serio la crisis ecológica en la que nos encontramos.

Empleo y despoblación

Buena parte de estos proyectos se envuelven de una gran retórica de creación de empleos, así como de remedio frente a la despoblación. Y se enfundan en ella porque buena parte de estos proyectos se realizan en lo que se ha venido a llamar la “España vaciada”. Esto no ocurre porque en estas regiones haya mucho más sol o viento, sino porque les resulta mucho más sencillo llevar a cabo la apropiación de enormes extensiones de tierras y montes sin mostrar ningún respeto hacia el territorio ni hacia sus gentes. Total, si protestan, son pocas.

Sin embargo, esta retórica no es más que eso, retórica. El modelo de mega-parques renovables apenas genera empleo de calidad a largo plazo. Se crean puestos de trabajo en la construcción de los parques, claro; pero, una vez están terminados, estos puestos desaparecen. Según las propias asociaciones del sector, la diferencia entre instalar la misma potencia de energías renovables mediante parques fotovoltaicos de cinco megavatios, en lugar de mediante megaparques de 100 megavatios, supondría la creación de diez veces más empleos fijos en tareas de operación y mantenimiento durante 30 años. Por tanto, vemos cómo este modelo ni crea empleo de calidad ni ayuda a fijar población. Es más, resulta especialmente sangrante ver cómo un gran número de estos proyectos se llevan a cabo en los territorios que ya soportaron en décadas pasadas la devastación de la minería, la inundación de los embalses y la emigración forzosa que implicó la transformación agraria. Si la transición energética que necesitamos se lleva a cabo de esta forma, logrará terminar de echar a las pocas habitantes que quedan.

Hay una cuestión que resulta especialmente paradójica en el despliegue de estos proyectos, se trata de la ocupación de cientos y miles de hectáreas de suelo fértil. En gran parte, se trata de una especie de doble movimiento de insostenibilidad absoluta. El primero se realizó con la transformación agraria que industrializó el campo, sustituyó la labor de miles de campesinos y campesinas por el uso de maquinaria agrícola e introdujo el uso masivo de fertilizantes y regadíos. A esto se le suma el secuestro del sector por grandes grupos empresariales, de forma que las condiciones económicas de las trabajadoras del campo se ven cada vez más empeoradas. Para las jornaleras y jornaleros, desde luego, pero también para los propietarios de pequeñas y medianas explotaciones agrícolas. Es aquí donde viene el segundo movimiento: cuando un señor de traje se pasea por estos pueblos para ofrecer una cuantía que suele estar en torno a los 1.000 euros al año por hectárea. Con el sector agrícola en la situación actual, es lógico que muchas de las personas a las que se lo ofrecen lo acepten. Lo que viene a continuación es la construcción del proyecto fotovoltaico, donde se suelen usar herbicidas para evitar el crecimiento de vegetación.

Lo paradójico de este doble movimiento es que nos empuja con fuerza hacia el pozo de la crisis ecológica pretendiendo salvarnos de ella. El sector agroalimentario se encuentra gravemente amenazado por diferentes frentes. La dependencia del sector con respecto al petróleo y los fertilizantes químicos va a tener severas consecuencias cuando se empiece a notar la escasez de ambos recursos. Asimismo, a medida que avance el cambio climático, el rendimiento de las cosechas se va a ver disminuido y la disponibilidad de agua también descenderá. No parece nada razonable, entonces, ocupar cientos de hectáreas de suelo fértil y funcional en estos proyectos. El dinero no se come, los kilovatios tampoco. Quizás, cuando nos demos cuenta de ello, nos encontraremos un suelo estéril, ya que esa ramita tapaba el sol.

Modelos excluyentes

Cuando las ecologistas nos oponemos a los megaparques para defender instalaciones de pequeño tamaño distribuidas, apegadas al territorio y que acerquen la producción al consumo, se nos puede responder que nadie nos impide crear cooperativas o agrupaciones de pequeños productores que lleven a cabo este otro modelo. Sin embargo, hay tres razones por las que vemos cómo el modelo de megainfraestructuras renovables impide el desarrollo de un modelo alternativo.

En primer lugar, el modelo “mega” lo que hace es acaparar inversiones. Al ofrecer una mayor rentabilidad a la hora de lograr financiación para llevar a cabo los proyectos, se impone a los de menor tamaño. En segundo lugar, porque la electricidad generada necesita ser transportada, y para ello se necesitan puntos de conexión a red. Cuando en un territorio se instalan numerosos parques de energías renovables de gran tamaño, estos acaparan los puntos de conexión. Por esta saturación, se deniegan permisos de conexión a otros proyectos de menor tamaño. En tercer lugar, el mecanismo que regula las subastas del régimen económico de las energías renovables deja fuera a las comunidades energéticas y proyectos pequeños. La regulación actual implica que, si los pequeños proyectos quieren acceder a este régimen económico, que permite vender la electricidad a un precio determinado en lugar de depender de la volatilidad del mercado, tengan que competir con las grandes eléctricas. Obviamente, estas grandes empresas son capaces de presentar ofertas a precios mucho más bajos, por lo que los pequeños proyectos nunca logran entrar en la subasta. De esta forma, la propia regulación del sector prioriza el modelo “mega” y excluye el desarrollo de un modelo de generación distribuida que garantice el equilibrio territorial.

Tomarse en serio el decrecimiento

Como ya hemos indicado, la crisis ecológica no se limita únicamente al cambio climático y las emisiones de dióxido de carbono. Nos encontramos también ante una brutal devastación ecológica y el agotamiento de recursos naturales. Por tanto, lo que toca para las próximas décadas es decrecer, es disminuir nuestro impacto, nuestro consumo y nuestra actividad productiva. Y esto no es una opinión ni una tendencia ideológica, esto es un hecho biofísico. En términos energéticos, el decrecimiento pasa, obviamente, por consumir mucha (¡pero mucha, eh!) menos energía de lo que hacemos actualmente. Las energías renovables son fundamentales para ello, pero la respuesta en ningún caso puede ser electrificar el 77% de los consumos energéticos que actualmente se alimentan con combustibles fósiles. Una transición energética basada en un modelo centralizado de renovables parece querer ignorar este hecho, y nos mete en un lío del que puede ser difícil salir más adelante.

Hay varios motivos para afirmar esto. En primer lugar, por la imposibilidad de una electrificación del 100% de nuestro consumo actual. En segundo lugar, por los límites en los recursos minerales de los que dependen estas tecnologías. Lo renovable es únicamente el sol y el viento, la máquina está formada por materiales que no son renovables y corren el riesgo de agotarse. En tercer lugar, por los grandísimos impactos que tiene el extractivismo depredador sobre las tierras y los pueblos que tienen estos recursos bajo sus suelos. Y, en cuarto y último lugar, por la gran debilidad sistémica que supondría un modelo energético basado en líneas de alta tensión que conectan grandes centrales de generación con los lugares de consumo. Las décadas que vienen estarán marcadas por una gran inestabilidad y eventos disruptivos. La transición energética que necesitamos pasa por pensar en la resiliencia de nuestro sistema energético ante este futuro y, para eso, es imprescindible bajar la escala y apegarlo al territorio. Lo que necesitamos se parece mucho más a un modelo de pequeñas instalaciones distribuidas y conectadas con líneas de baja y media tensión; un modelo que permita operar las redes de distribución de una región conectadas a la red de transporte estatal, pero que también permita que funcionen de forma aislada.

No alimentemos al monstruo

El último elemento que hay que plantear en este debate pasa por los actores políticos y económicos involucrados. No es ninguna novedad afirmar que el sistema energético del Estado español está dominado por el oligopolio de un puñado de empresas. Son esas mismas empresas, o sus filiales y empresas pantalla, quienes se lanzan a por las subastas de potencia renovable y llevan a cabo los megaparques.

La razón que impulsa a estas empresas a encabezar esta falsa transición energética es reflotar sus cuadernos de cuentas con un sector que les ofrece una buena rentabilidad. En términos generales, el despliegue de infraestructuras de energía renovables pretende ser el globo de flotación de un débil capitalismo español que se tambalea desde la última década. De este modo, enfrentarse al desarrollo de estos grandes proyectos significa también enfrentarse a este poder económico. Si permitimos que estas empresas adquieran todavía más poder del que tienen actualmente mediante la construcción y operación de estos proyectos, las batallas que vamos a tener que dar en el futuro se volverán todavía más desiguales. Que a nadie le quepa la menor duda de que, si de ellas depende, la electricidad será renovable, pero los cortes de luz a familias que no puedan pagar seguirán ocurriendo.

Todos estos motivos nos llevan a plantear como una cuestión estratégica el debate sobre enfrentarse a grandes proyectos de energías renovables, que se llevan a cabo devastando el territorio y empeorando las condiciones de las gentes que lo habitan. Frente a ello, debemos defender un modelo de transición energética basado en la generación renovable distribuida, las comunidades energéticas y el autoconsumo. Un modelo basado en la propiedad público-comunitaria, que parta de lo local y construya soberanías. La lucha por una transición ecológica real para la mayoría social pasa por un conflicto frontal entre las clases populares y las élites económicas. En este sentido, debemos mantenernos firmes en la defensa de nuestros territorios frente a estos proyectos de extractivismo energético. Porque su modelo nos hunde todavía más en la crisis ecológica. Porque en el proceso de lucha seremos capaces de fortalecernos hasta poder llevar a cabo nuestro modelo de transición, aquel que respeta a los territorios y sus gentes.