El experimento BIOS2, realizado en 1991, nos enseñó que más que colonizar otros mundos, necesitaríamos asumir nuestra condición terrícola y no hacer inhabitable el único planeta que tenemos para vivir
En septiembre de 1991, en medio de una nube de cámaras de televisión y un enjambre de periodistas que dotaban al evento de una cobertura mundial, un grupo de cuatro hombres y cuatro mujeres se encerraban para pasar dos años autoconfinados en el ecosistema cerrado artificial más grande jamás construido. Una vez se cerraron las puertas, tenían el objetivo de ser autosuficientes y responsabilizarse de reproducir las condiciones que hacían posible su subsistencia.
El experimento BIOS2 había desarrollado una biosfera artificial en unas instalaciones ubicadas en el desierto de Arizona. En un espacio interior aislado se había reproducido la atmósfera, y diversos ecosistemas con plantas y animales. Una selección de algunos de los biomas más significativos de la tierra (desierto, playa, arrecife de corales, bosque tropical, zonas de cultivo…) permitirían ensayar la desconexión de esta burbuja del planeta tierra, BIOS1.
El nacimiento del ecologismo moderno surge aunando de forma simultánea nuevas formas de conocimiento sobre la realidad, las bases científicas de la ecología, y nuevas formas de vida, ligadas a la contracultura. En medio de la efervescencia política de los setenta, un heterodoxo colectivo implicado en el teatro experimental decide fundar una comuna rural, Synergia Ranch, donde convivir y, de paso, practicar con la agricultura ecológica y la bioconstrucción.
El grupo vive un proceso de concienciación creciente por los problemas ambientales, lo que los lleva a fundar el Instituto de Ecotecnología, donde se especializan en la ecoingeniería y la investigación sobre tecnologías aplicadas a la restauración ecológica. A partir de ahí, comienzan a colaborar con universidades y entrar en contacto con personalidades científicas como Buckminster Fuller, Richard Dawkins o Lynn Margulis. En uno de estos encuentros interdisciplinares y creativos surgió la idea de BIOS2.
Hay que tener en cuenta que a mediados de los años ochenta nos encontramos en los estertores de la carrera espacial, el sueño de la colonización de la luna o la terraformación de Marte se encuentran muy presentes en el imaginario popular. Así que resulta comprensible cómo, desde la óptica de la ingeniería, la huida del planeta se convierte, paradójicamente, en la oportunidad que permitiría desarrollar los avances tecnológicos para hacer nuevamente viable nuestra presencia en la tierra.
La calefacción y el agua fría circulaban por sistemas de tuberías independientes, y la energía eléctrica era proporcionada por una central de gas natural, el único insumo exterior. Una naturaleza artificialmente construida y contenida en una estructura hermética que permitía, a través de más de mil sensores, monitorizar la química del aire, el agua, la tierra y la vida contenida en ella. Un experimento con una sólida propuesta científica, que sedujo y permitió involucrar a centenares de universidades, equipos de investigación e ingenieros, en su proceso de diseño y edificación.
La construcción costó 200 millones de dólares. Una inversión astronómica que solo era posible conseguir aliándose con alguna gran corporación, que quisiera darle un barniz de filantropía al experimento. El magnate del petróleo Edward Bass, que presumía de tener una sensibilidad ambiental, fue quien se animó a financiarlo, pensando que si la cosa funcionaba obtendría retornos económicos al vender algunas de las patentes.
De cara a elegir a la tripulación definitiva el grupo de personas candidatas se sometió a un complejo proceso de selección que implicaba dinámicas de convivencia, participación en experimentos, viajes… de forma que se fueran identificando conocimientos científicos, habilidades personales, actitudes hacia la misión y cierta capacidad para la teatralidad. Y esta última cobraba importancia en la medida en que el experimento se estaba gestando como un acontecimiento comunicativo de primera magnitud. Así la estética estaba muy cuidada, no hay más que ver los uniformes de gala, muy parecidos a los de los lagartos invasores de la serie V. La composición final de la tripulación fue criticada por su falta de diversidad, al ser todas personas jóvenes y blancas.
El grupo humano arrancó su aislamiento cargado de ilusión, esperanza, estrictas rutinas de trabajo y una elevada disciplina. Las conexiones con el exterior se realizaban telefónicamente y mediante unas cámaras donde podían recibir visitas a través de un cristal. A nivel relacional las dinámicas grupales, enfrentadas a un modelo de convivencia anómala, fueron pasando por distintos ciclos, desde las complicidades iniciales al inevitable desgaste, las tensiones, las riñas o los romances. Una comunidad donde era difícil sentirse solo, pero también donde fue fácil llegar a sufrir cierta forma de claustrofobia social. El contacto recurrente demanda unas habilidades sociales particulares, capaces de gestionar la necesidad de intimidad, los niveles de exposición pública o los conflictos derivados de una proximidad permanente. En palabras de uno de los terranautas “sólo el hecho de que saliera el mismo número de personas que entraron es un triunfo”.
Tratar de garantizar las condiciones capaces de reproducir la vida en confinamiento fue desde el inicio una tarea enormemente dura, que exigía jornadas de trabajo maratonianas. Más que astronautas se habían convertido en agricultores de subsistencia en el Jardín del Edén. La producción de alimentos se llevaba buena parte del esfuerzo y aun así era más escasa y menos completa de lo deseable. El viaje al futuro suponía un regreso al pasado, dando forma a una moderna y tecnologizada sociedad campesina obligada a cerrar los ciclos metabólicos.
Los problemas, que se habían ido sobrellevando, se agudizaron en los últimos meses de encierro: plagas de cucarachas, merma de cultivos, muerte de animales, déficit de oxígeno que les obligó a vivir algunos días como si estuvieran a 4.000 metros de altitud…
Algunos datos nos dan idea del balance final del experimento. Los ocho participantes perdieron una media del 15% de su peso, solo quedaron ejemplares de 7 de las 25 especies de animales vertebrados introducidos, el océano se había acidificado y la composición del aire se había alterado.
El éxito comunicativo, el fracaso científico y la ruina económica llevaron a la necesidad de refinanciar el proyecto. Momento que nuestro empresario filántropo aprovechó para recurrir a fondos de inversión de capital riesgo y expulsar del proyecto al Instituto de Ecotecnología. Para ello, contrató a Steve Bannon, por entonces representante de Goldman Sachs, y que posteriormente se haría famoso por promover una alianza internacional de ultraderecha. El objetivo era impulsar una segunda misión en BIOS2 para rentabilizar la inversión, que finalmente resultaría un desastre. Tras la quiebra del proyecto, las infraestructuras fueron adquiridas por la Universidad de Arizona.
En medio de la agudización de la crisis ecosocial, la pandemia covid-19 y el confinamiento global, se publicaba el año pasado una novela y se realizaba el documental Spaceship Earth, donde se narra detalladamente la aventura que supuso este experimento. Una forma de devolver actualidad a aquel largo encierro voluntario en una biosfera artificial, que pasó de ser una utopía de la ingeniería a convertirse en un paleofuturo. Una especulación sobre el futuro incumplida que con el paso de los años se va volviendo obsoleta.
Explorar científicamente el espacio es apasionante, fantasear con que allí vayamos a encontrar soluciones a nuestros problemas en la Tierra, no tanto. BIOS 2 se convirtió en un juguete roto, cuya historia no encajaba con el auge de los relatos tecnoentusiastas, pues resulta incómodo recordarnos que somos incapaces de imitar la naturaleza en toda su complejidad. Los terranautas evidenciaron que las innovaciones tecnológicas son condición necesaria pero no suficiente para sacarnos del lío en el que estamos metidos. Una lección de humildad que debería haber servido para aumentar la conciencia global sobre nuestra ecodependencia.
“Todos somos astronautas a bordo de una pequeña nave llamada Tierra” afirmaba Buckminster Fuller, apelando a una política terrenal que debemos enfrentar imperiosamente a la política marciana a la que nos invita Elon Musk. Más que colonizar otros mundos y terraformarlos, necesitaríamos descolonizar nuestras mentes, asumir nuestra condición terrícola y no hacer inhabitable el único planeta que conocemos en el que efectivamente podemos vivir. Los avances tecnológicos, más que ayudarnos a huir, deberían estar al servicio de aplicaciones regenerativas y reparadoras, que acompañasen los necesarios cambios estructurales y culturales que implica reconciliar nuestros metabolismos económicos y nuestros estilos de vida con los límites biofísicos del planeta.
Frente a la actual extralimitación, uno de los rasgos más interesantes y singulares de BIOS 2 era su experimentación en la gestión colectiva de un ecosistema, asumiendo la escasez y los límites biofísicos. Un ejercicio de autosuficiencia que obligaba a asumir los problemas en común, discutiendo colectivamente sobre las decisiones a tomar ante las situaciones de crisis, organizar una elevada carga de trabajo físico, asumir racionamientos o la estacionalidad de los productos… El mismo desafío que afrontamos ahora fuera de aquella burbuja cubierta con un techo de cristal.
Visto en perspectiva, el principal valor de BIOS 2 sería su capacidad de provocarnos preguntas más que de ofrecernos respuestas. Generalmente el principal problema que obstruye nuestra creatividad es asumir que tenemos la solución ideal, cuando la mejor idea suele ser seguir pensando. La pulsión utópica que latía en BIOS 2 sigue siendo pertinente, seguimos necesitando alentar el experimentalismo, pero debemos hacerlo fuera de las burbujas y de los entornos controlados.
El verdadero desafío es intervenir en el mundo real con gente real. Un reto que podría trasladarse también a la necesidad de experimentar fuera de las burbujas políticas o ideológicas, implicando a las personas corrientes. Experimentos que apunten más a la vida cotidiana que a acontecimientos excepcionales, mostrando nuevas formas de habitar, convivir, trabajar, movernos, cuidar, comprar, alimentarnos, relacionarnos con el entorno natural… Un utopismo de andar por casa, capaz de reinstaurar el techo ambiental en nuestras propuestas y proyectos de futuro, ayudándonos a romper el invisible techo de cristal que tenemos para construir un ecologismo de mayorías.