En ocasiones, recorro parte de esta pequeña comarca de la meseta castellana para llevar la comida a Julia, Antonina o Mariano. El recorrido por Tierra de Campos me emociona, me llena de energía ese sol de invierno y esa luz infinita; sin embargo, a la vez, me entristece ese terrible abandono, esa soledad no deseada. En esos veinticinco kilómetros encuentro un poco de bosque, grandes extensiones de cultivo en terreno pedregoso y algunos pequeños rincones al abrigo de esa Cueza, nuestro río serpenteante, donde aún quedan arbustos (escaramujos, endrinos), ciruelos o avellanos silvestres que servían de resguardo a la microfauna que antes habitaba las linderas ahora inexistentes. Esos bellos espacios no accesibles a la amplitud de la maquinaria son pequeños símbolos de resistencia. Como Marcela, que con más de 90 años no entiende por qué le pregunto si aún tiene gallinas, no entiende la absurdez de la pregunta. «¿Cómo no voy a tener gallinas?», me responde.
Sostener esa vida, la de ellas, la nuestra y la de otras muchas personas que aún viven en el medio rural es sostener un territorio donde el cuidado de las personas está intrínsecamente ligado al cuidado del espacio que habitamos. Esa interdependencia entre personas y territorio es un factor fundamental cuando hablamos de los cuidados en el medio rural. ¿En qué contexto nos movemos? ¿Cuáles son las historias de vida de las personas más frágiles? ¿Qué desean? ¿Cómo conjugar esos deseos con las posibilidades a nuestro alcance en un entorno con escasez y dificultad de acceso a los servicios públicos? ¿Cómo mantener los espacios comunitarios y recuperar las olvidadas relaciones de vecindad y apoyo mutuo por la imposición de una cultura individualista que todo lo impregna? Y sobre todo: ¿dónde quedan los afectos?
No tenemos todas las respuestas, pero algunas podemos hallarlas enfocando la mirada en aquellas prácticas comunitarias que, bien por pura necesidad o por filosofía, contribuyeron al mantenimiento de estas personas ridiculizadas por los medios y de estos pueblos «abandonados de la mano de Dios», que diría la gente mayor, mujeres y hombres que, con su esfuerzo, abastecieron de alimentos a esa empobrecida España de la posguerra.
Eran pueblos que cuidaban de las niñas y los niños cuando las personas mayores estaban en el campo, jóvenes que se encargaban de acompañar y vigilar a adolescentes que recién se iniciaban en la diversión nocturna; campesinos y campesinas que apoyaban a las familias que, por diferentes motivos, se habían retrasado en las labores agrícolas y corrían el riesgo de perder la cosecha; mujeres que compartían las tareas de cuidar los lavaderos o la iglesia y se reunían para hacer el pan o los dulces de fiestas mientras realizaban una terapia colectiva que aliviaba sus pesares… Todo un conjunto de «saber hacer» de estas comunidades que, a pesar del terrible esfuerzo del trabajo, les ayudaba a celebrar la vida con alegría. Nos sorprenden e interrogan cuando afirman: «Éramos más felices que vosotros».
Todas las personas somos frágiles, pero esa fragilidad se acentúa en contextos como estos, que han sufrido despoblación y envejecimiento. Muchas de las pequeñas comunidades que conforman el medio rural son terriblemente frágiles en su conjunto. Garantizar una vida digna a las personas integrantes de esa comunidad es un derecho individual de cada una de ellas y una forma de contribuir a preservar la vida del planeta, porque conlleva una visión integral de las múltiples interacciones que la caracterizan.
Sobre la falacia de la insostenibilidad de una vida digna en el medio rural
La experiencia de trabajo de más de 30 años de COCEDER (Confederación de Centros de Desarrollo Rural) está ligada a la pertenencia al territorio de las personas que conforman los equipos de cada comarca, lo que facilita una visión de la realidad cotidiana, de los problemas que vivimos y a los que nos enfrentamos y también de las inmensas oportunidades. No solo es posible sostener la vida en el medio rural, sino que es urgente y necesario cuidar y mantener cada pequeña comunidad, cada ejemplar de esta especie de homo sapiens rural en peligro de extinción.
Para ello, hemos de aplicar otras lógicas que adapten los recursos de la administración a las necesidades de las personas que habitan estos territorios, no al contrario. Se trata de pensar desde lo pequeño, desde la peculiaridad de cada espacio, dando protagonismo a sus habitantes, atendiendo las carencias específicas y huyendo de las grandes planificaciones externas que tienen el poder de homogeneizar realidades muy diversas. Debemos establecer otras formas de organización de los recursos y servicios, que no han de ser necesariamente más gravosas en términos económicos, y que deben adoptar los criterios de utilidad múltiple que siempre caracterizaron a lo rural, poniéndolos al servicio de los deseos y prioridades de la población, garantizando el derecho a seguir viviendo dignamente en este territorio.
Cuidar a las niñas y los niños manteniendo las escuelas en los pueblos e introduciendo en el proyecto educativo el valor de la cultura rural, de los saberes y las prácticas de sus gentes, de las posibilidades de vida y trabajo en estas comarcas, del fundamental equilibrio entre el desarrollo y la preservación de la naturaleza que nos provee de alimentos, de agua, de aire. Es importante crear una verdadera comunidad educativa integrada por profesionales de la enseñanza y por quienes habitan el territorio considerándolo un inmenso y maravilloso laboratorio donde aprender desde la experimentación, desde la cotidianidad de la vida. Se ha de potenciar el arraigo y el orgullo de pertenencia a una tierra, poniendo en valor la memoria biocultural de los pueblos; que esto sea la base que les forme y fortalezca para ser ciudadanos y ciudadanas del mundo.
Cuidar a los y las jóvenes, creando espacios de ocio y formación diferentes, ligados a las múltiples posibilidades de disfrute de la naturaleza que este medio les ofrece, a la expresión de las artes o al mantenimiento de las prácticas solidarias. Se pueden generar espacios que conjuguen la utilización de avances tecnológicos que les conectan al resto del mundo con el fortalecimiento de las relaciones humanas en su entorno, potenciando su presencia y responsabilidad en los ámbitos de decisión de la comunidad, ayudándoles a visibilizar las oportunidades y alternativas de futuro que su medio les ofrece en un mundo cada vez más globalizado y de certezas inciertas. Ayudarles a percibir que vivir en su pueblo puede ser una opción más, tan válida y exitosa como la vida en la ciudad, no una apuesta compleja y llena de obstáculos.
Cuidar a las mujeres que permanecen en nuestros pueblos, valorando su importante aportación al mantenimiento de esta sociedad, fortaleciendo su protagonismo y apoyando sus iniciativas laborales, sociales y políticas, recuperando esos lugares y momentos de encuentro para hablar de la vida, de sus vidas, de los deseos, de las esperanzas. Cuidar a las que cuidan, para que se sientan cuidadas, poniendo medios técnicos y humanos a su alcance que faciliten este trabajo, pero, sobre todo, cuidar a las que cuidan compartiendo las tareas del cuidado.
Cuidar de los agricultores y las agricultoras, puente entre dos generaciones que, aun reconociendo los beneficios de las prácticas agrícolas de quienes les precedieron, se han visto abocadas —en parte, por las políticas agrarias impuestas y, en parte, por la falacia del progreso— a depender de la agroindustria y la tecnología que cada vez les resta más autonomía en la toma de decisiones y les convierte en mano de obra al servicio de intereses externos, a la vez que deterioran el suelo que les sustenta. Cuidar, creando espacios de análisis y reflexión de lo que estas dinámicas productivistas provocan en sus vidas y en la vida de las gentes de otros lugares del mundo. Cuidar, apoyando y visibilizando otras formas de producción, de transformación y relación con las consumidoras. Cuidar, reivindicando otras políticas y normativas no agresivas con la tierra, que la entiendan como un medio para la vida y no solo como un recurso económico, y que garanticen así el futuro a las nuevas generaciones.
Construir una sociedad consciente de su interdependencia
Y, por supuesto, cuidar de las personas mayores y dependientes a cuya fragilidad se une la ausencia de los hijos y las hijas que emigraron a la ciudad en busca de una vida supuestamente mejor. Una fragilidad relacionada con la desaparición de los valores y contravalores que marcaron a fuego sus formas de vida y de pensamiento («todo era pecado», dice uno de los personajes del documental Meseta, de Juan Palacios), con la infravaloración de sus conocimientos, de sus trabajos, de sus esfuerzos ante la adversidad. Son personas aferradas a su tierra, a la huerta, al riachuelo donde pescaban, a la bodega…, a todo aquello que construyeron y cuidaron y que ahora sufre el abandono y la degradación.
Tal vez les cuesta tanto alejarse de aquí porque fueron protagonistas activas de la creación y mantenimiento de estos entornos: los caminos, las praderas, los lavaderos, las fuentes… Cada espacio son años de vida y recuerdos, forma parte de sí mismas, en una simbiosis maravillosa entre las personas y el paisaje. «Todo me habla», esa es la sensación que tenemos muchas aquí, habla el sauce, el regato, el olor a cera de la tarima, el crepitar del fuego en la gloria.
Cuidar de nuestras personas mayores adaptando los recursos a su deseo de permanencia en su entorno, con una normativa que permita poner en marcha diferentes formas y alternativas de atención: la acogida remunerada o no de un vecino, la creación de pequeños espacios que sirvan para responder a necesidades específicas de alimentación o compañía durante la noche, el fortalecimiento de unos servicios de proximidad gestionados por personas cercanas, el apoyo al mantenimiento de actividades tradicionales como el cuidado de la huerta o la recogida de leña para el invierno. Son actividades y servicios que, sin rehuir los apoyos de la tecnología, deben atender las carencias físicas pero también las anímicas y garantizar el abrazo, el afecto y la compañía sin convertirse en objeto de mercantilización para satisfacer los intereses de las grandes empresas que ven aquí un nuevo y suculento campo de negocio.
Cuidar, mantener, construir… Todo ello sin una visión idílica del territorio ni de la comunidad, para, desde ahí, desde lo viejo y lo nuevo, contribuir a crear una sociedad consciente de su fragilidad, de su interdependencia y codependencia con el resto de los seres que habitan el planeta; una sociedad que ponga en el centro la importancia de la ética del cuidado y la necesidad de recibir y dar afecto de las personas. Recibir afecto nos ayuda y fortalece, dar afecto nos dignifica como seres humanos y como sociedad.
Marcela no entiende su corral sin gallinas, como no entiende la vida fuera de su pueblo. Durante muchos años cuidó de su marido enfermo hasta que los hijos decidieron llevarlo a una residencia; al cabo de un año, falleció. Marcela no fue nunca a verle, no era falta de amor, era el miedo a quedarse allí para siempre.