Definir y dirimir el valor del agua respecto del valor del alcalino es decidir qué vidas valen más que otras; cuáles valen, a secas, y cuáles son sacrificables
Días pasados, los habitantes de Catamarca (Argentina) nos enteramos por la prensa –sin previo aviso, como es costumbre–, de la firma de un convenio entre dos grandes empresas transnacionales para aliarse en la explotación de un mineral ‘disponible’ en el territorio provincial. Se trata de un contrato por 334 millones de dólares por la que la alemana BMW firma un acuerdo de provisión de litio con la minera norteamericana Livent (ex FMC Co.) que desde más de 20 años viene explotando las salmueras de litio del Salar del Hombre Muerto, en el departamento puneño de Antofagasta de la Sierra.
La escenografía de la noticia refleja a cabalidad y en alta definición la anatomía fisiológica del nuevo pacto colonial que, en nombre de la “sustentabilidad” y la “transición energética”, se viene sellando, ahora aceleradamente, en el contexto de la crisis pandémica global. En el centro de la escena, una empresa automotriz, fabricante emblemática de autos de lujo, firma un convenio con una de las primeras piezas del mercado oligopólico mundial de litio, para asegurarse el abastecimiento de un insumo estratégico para su nuevo producto estrella, el coche eléctrico. Al costado, cumpliendo los roles secundarios de servicios, funcionarios del gobierno estatal argentino. Fuera de escena y de todo lugar, sin arte ni parte en esta historia –como actualizando aquel viejo adagio colonial hegeliano–, las comunidades habitantes y productoras del territorio donde se extrae el llamado “oro blanco”.
Las crónicas periodísticas destacan que, por el acuerdo, “Argentina” (sic) se convertirá en el segundo proveedor de litio de BMW, detrás de Australia. Lo presentan como un logro de la nación, ya que el secretario de Minería, Alberto Hensel, había presentado meses atrás, en una videoconferencia a las autoridades de BMW, las bondades y potencialidades del “litio argentino”; aparentemente, con una oratoria muy convincente. La empresa Livent agradeció el apoyo técnico de la Secretaría de Minería de la Nación y el Ministerio de Minería de la provincia de Catamarca, que “resultó fundamental para el acuerdo celebrado”. BMW, por su parte, expresó que “al obtener litio de un segundo proveedor, estamos asegurando los requisitos para la producción de nuestra quinta generación actual de celdas de baterías. Al mismo tiempo, nos estamos volviendo tecnológicamente, geográficamente y geopolíticamente menos dependientes de proveedores individuales”. Así, el vocero de la empresa alemana, con una sinceridad inusual en el lenguaje corporativo, fue al grano y puso el dedo en la llaga. Porque ¿de qué se trata el colonialismo, sino de estructuras y relaciones de dependencia?
Eso sí. Las asimetrías histórico-estructurales se reproducen ahora con nuevas complicidades, nuevos formatos tecnológicos y ropajes ideológicos. En estos tiempos del “fin del mundo” (de los recursos infinitos), todo debe hacerse en nombre de la sacrosanta “sustentabilidad”. Todo se expresa en un discurso que, apelando al viejo culto colonial, desarrollista y tecnólatra, aparece ahora revestido de “conciencia ambiental”, presentando a las empresas liderando el cambio cultural y tecnológico hacia una economía post-carbono; un mundo feliz de aguas claras, aires puros y paisajes prístinos que se pueden disfrutar, ahora, desde las ventanillas de un auto eléctrico; o mejor aún, como lo ofrece BMW, desde el encanto de un “descapotable”.
En su página web, lo “sustentable” satura el mensaje de BMW. Es su primera palabra de presentación. Con el trasfondo de una imagen de generadores eólicos, habla de su “ADN sostenible”, como “enfoque integral desde la cadena de suministros”. Livent, por su parte, no se queda atrás en la grandilocuencia verde; nos cuenta que su propósito es “aprovechar la tecnología del litio para impulsar la vida de las personas para un mundo más limpio, saludable y sostenible”.
Y en el caso concreto de este convenio, como no podía ser de otro modo, la “sustentabilidad” se presenta como el criterio fundamental en función del cual se tomó la decisión corporativa. Las crónicas destacan que BMW eligió a Livent en función de “estudios ambientales y sociales encargados” a las universidades de Alaska Anchorage y de Massachusetts Amherst, “que indicaron que dicha empresa emite 25 % menos de gases de efecto invernadero (GEI) que los métodos tradicionales de producción (sic) de litio, tiene un uso y manejo eficiente del agua y no realiza agregados de químicos nocivos en su producción”.
Esa frase me dispara mil preguntas. Empezando por el agua. ¿A qué llamarán “uso y manejo eficiente del agua”? ¿Qué pensarán las y los antofagasteñxs de tal dictamen? ¿Tendrán noticias de esos dichos “estudios”? ¿Alguien se les habrá acercado a preguntarles su opinión y saber? ¿Alguien los habrá tenido en cuenta para algo; ni qué hablar de consulta y consentimiento? Uno de los más usados efectos mágicos del lenguaje colonial consiste en invisibilizar mundos y producir desapariciones/ausencias ontológicas. Otro, correlativo, es el de ocluir el pasado, petrificar la alteridad como anacronía, y aniquilarla con el golpe de una puerta que se abre a un futuro inexorable, a la vez pletórico de escenas encantadoras y también ineludibles. “La transición energética es un hecho”; “la electromovilidad es el futuro”, se nos dice, y nos espera para hacernos “disfrutar las bellezas naturales desde un descapotable eléctrico”.
Cuando hablamos de GEI y de calentamiento global, me pregunto: ¿qué responsabilidad les cabe a las comunidades puneñas al respecto? ¿Cuál es su huella ecológica acumulada y qué proporción representa su consumo energético histórico dentro del capitaloceno? ¿Cuál es su consumo energético actual respecto de la media mundial? ¿Qué piensan y sienten ellxs, que tradicionalmente hicieron sus caminos a lomo de burro, y que conocieron las ‘4×4’ cuando llegaron las mineras? ¿Qué probabilidades tienen de ser beneficiarios –no digamos de la electromovilidad– sino ya de una cuota más justa de energía? ¿Qué proporción de “energía limpia” les tocará con las explotaciones de litio en su territorio?
Poner en contexto. Dimensionar el saqueo
Antofagasta de la Sierra es un departamento típico de la Puna sudamericana. Una región extremadamente árida, donde el régimen pluviométrico (que oscila entre 20 y 200 mm anuales) no parece explicar la capacidad de sustentar la vida si al territorio no le agregamos la profunda complejidad de sus cuencas, con misteriosos meandros y conexiones entre cursos diminutos de agua superficial, deslumbrantes espejos lacustres, salares, vegas y acuíferos insondables de aguas fósiles, que hablan de recargas de millones de años atrás.
En esa región de volcanes y salares, comunidades agropastoriles han tejido un territorio hidrosocial, haciendo del agüita y las aguadas, el sustento suficiente de sus majadas, sus crianzas y sus cultivos; de sus lanas, sus tejidos y demás artesanías. Hasta que un día la minería llegó a comunicarles que eran “subdesarrollados”, que estaban “atrasados” y que ellos venían a abrirles las puertas al futuro.
Desde 1997, la entonces Minera del Altiplano SA (filial de FMC Lithium, hoy Livent) se instaló en el principal salar del departamento para extraer sales de litio, a un ritmo de 20.000 toneladas anuales que exporta a sus plantas industriales en Estados Unidas y China, vía puertos chilenos. El proceso extractivo consiste en bombear aguas subterráneas a grandes piletas evaporíticas donde se extrae el mineral concentrado. Cada día de operación, la minera consume 7400 metros cúbicos (m3) de agua, a razón de 5.100 litros por segundo. Como dato complementario, la operación de la planta en el salar requiere de cinco grupos electrógenos a base de diesel, que representan un consumo eléctrico de 0,5 MW/año; el transporte de 2310 ton/semana de insumos y un consumo de 1034 m3/ de diesel oil sólo para el abastecimiento de sus flotas de camiones.
En el año 2012, el gobierno de Catamarca hizo un reclamo a la empresa minera por las facturas impagas del canon de agua. Desde el inicio de sus operaciones, Minera del Altiplano jamás había pagado el canon correspondiente, por entonces, al valor de un centavo (0,01 dólar) por cada mil litros de agua. El litigio se dilató hasta 2015, cuando la empresa consintió arribar a un acuerdo con el Gobierno por el que invertiría parte de la deuda en un Fideicomiso para financiar obras de infraestructura para el departamento, además de abrir una oficina en la provincia y contratar personal local. En noviembre de 2019, la empresa y el gobierno inauguraban un parque solar fotovoltaico de 600 kilowatts financiado con aquella vieja deuda del canon de agua; lo que se dice, un negocio redondo: cambiar una deuda por una publicidad permanente.
Eso, sin embargo, es anecdótico. A fines de 2017, la empresa comunicó su decisión de invertir 300 millones de dólares para duplicar su extracción anual de litio hasta llegar a 40.000 toneladas anuales. Para ello, el gobierno le concedió nuevos permisos de agua por 650 m3/hora, habilitó instalaciones de bombeo y el trazado de un acueducto de 32 km desde el Río Los Patos hasta la planta de Livent. Las medidas provocaron la inmediata protesta de los pobladores locales, que años atrás habían denunciado el desecamiento de vegas y aguadas del río Trapiche, justamente por el desvío de aguas para la minera. Con cortes de ruta mediante, lograron paralizar las obras. En el 2019, antes de las elecciones el intendente y el senador del departamento posaron para las fotos en apoyo a las protestas de los vecinos con chalecos que rezaban “El Río Los Patos no se toca”.
Tras las elecciones, los apoyos políticos mutaron en persecuciones y represalias. En un escenario de abismal asimetría, vecinos y comuneros de Antofagasta y la comunidad indígena atacameña del Altiplano siguen resistiendo a una obra, que no sólo presenta irregularidades en su Estudio de Impacto Ambiental, sino que además violó abiertamente el Convenio 169 de la OIT. Su concreción pende como una sentencia de muerte para la economía lugareña. Me pregunto cómo habrán registrado los estudios ‘científicos’ encargados por BMW este conflicto y esta contradicción estructural. Me pregunto si a eso le llaman “uso y manejo eficiente del agua”.
Agua vs litio: el insoslayable “dilema” de la electromovilidad
La fachada verde de la electromovilidad es demasiado precaria, burda. No resiste el menor análisis. En lugar de empezar por otras prioridades, por sectores económicos realmente esenciales y necesidades vitales, la transición energética comandada por las estructuras oligárquico-corporativas que diseñan el mundo empiezan por los automóviles, esto es, como lo definiera André Gorz hace casi cincuenta años atrás, por un “producto de lujo antisocial”. Siguiendo su análisis, luego, la masificación de algo que fuera gestado “para el placer exclusivo de la minoría de los más ricos” y no para la satisfacción democrática, igualitaria y universal de una necesidad humana, conllevó el escalamiento progresivo y hasta ahora indetenible del deterioro generalizado de nuestro hábitat. El automovilismo de masas consolidó la ideología burguesa al tiempo que fue horadando la calidad del aire, de las ciudades y de las relaciones sociales. “De objeto de lujo y fuente de privilegios, el coche pasó a convertirse en objeto de una necesidad vital: lo superfluo se ha vuelto necesario (…) porque el universo pasó a estar organizado en función del auto”.
Hoy, todo eso que se hizo posible a costa de un descomunal dispendio de las reservas energéticas fósiles del planeta, en un tiempo que estamos ya padeciendo sus consecuencias geológicas y climáticas, ya no es viable: las automotrices saben que no pueden seguir con su negocio tal como está por mucho tiempo más. Entonces, el automóvil (ahora eléctrico) ataca de nuevo y se convierte en la punta de lanza de la transformación capitalista de la matriz energética mundial.
La ficción de la electromovilidad como solución a la crisis climática y como transporte del futuro no resiste el menor análisis porque, por empezar, es incapaz de responder a una pregunta elemental: ¿para cuántos y para quiénes está pensado ese mundo? Se trata de un artefacto ideológico que ocluye no sólo los verdaderos costos ambientales que implicaría mudar el parque automotor hoy existente hacia vehículos eléctricos, sino también sus consecuencias humanitarias y sociales.
Pensando la cuestión en términos exclusivamente físicos, la electromovilidad se devela como el nuevo caballo de Troya de los dueños del mundo y de la “dueñidad” (como Rita Segato nombra a la estructura básica de la subjetividad y la institucionalidad hegemónica del orden colonial-patriarcal-moderno): un producto diseñado para extender y profundizar el principio estructurador de un mundo de pocos y para pocos. Una elemental economía de materiales revela este carácter oligárquico del “bien” en cuestión1.
Sin entrar a considerar los múltiples puntos ciegos que implica la ficción de la electromovilidad particular como base de una movilidad sustentable2, centrándonos en el caso del consumo hídrico del litio y tomando como base el caso de la explotación del Salar del Hombre Muerto por parte de Livent, podemos dimensionar el efecto exterminista del patrón de electromovilidad actualmente en gestación. Hoy, Livent consume 135 m3 de agua por cada tonelada de litio carbonatado que exporta; las 20.000 tn anuales de litio cuestan 2.701.000 m3 de agua. Y si consideramos que la empresa proyecta alcanzar las 60.000 tn anuales en los próximos años, eso significa triplicar el drenaje hídrico que efectúa la empresa en una región extremadamente árida, donde la población nativa vive por gracia de haber aprendido a administrar el agua escasamente disponible para la satisfacción prioritaria de sus necesidades vitales.
En un comunicado reciente, la Comunidad Indígena Atacameña del Altiplano plantea: “Nos vemos en la necesidad de advertir que se continúa negando la existencia de nuestra comunidad indígena y se avanza sobre nuestros territorios ancestrales sin nuestro consentimiento. (…) El Ministerio de Minería debería estar atendiendo y resolviendo el daño ambiental ya causado: tenemos una vega seca de más de 9 km producto de la extracción incesante de agua del Río Trapiche por parte de la empresa FMC-Livent”. El comunicado termina con una afirmación ontológico-política crucial: “El agua vale más que el litio”.
Ciertamente, esa afirmación de la comunidad atacameña –que es afirmación de su existencia como pueblo– coloca claridad a la naturaleza de la disputa en cuestión: no se trata apenas del debate sobre la inconmensurabilidad de los lenguajes de valoración, sino de la intrínseca politicidad del valor de la vida. Definir y dirimir el valor del agua respecto del valor del litio es decidir cuáles vidas valen más que otras; qué vidas valen, a secas, y qué vidas son sacrificables.
El contrato entre BMW y Livent se hace a la sombra de la naturalización del abismal valor diferencial que, para esta sociedad hegemónica, hay entre la vida de un alemán o europeo (en este caso, no “medio” sino bastante “superior” a la media) y la de un/a antofagasteña/o. Ese contrato sella ese diferencial del valor; asegura a BMW la provisión de litio para sus autos de lujo, a costa de la economía vital de un pueblo. Ese acuerdo deja expuesto el cinismo obsceno del “ecologismo” genocida que se viene fraguando al calor del capitalismo verde y la transición energética de mercado.
Cuando la “sustentabilidad” retroalimenta el exterminismo colonial
El tiempo del ecocapitalismo tecnocrático está signado por el discurso de la “sustentabilidad” como último umbral de la depredación. Lo “sustentable” nombra hoy las nuevas tecnologías de la expropiación vital. Sólo así BMW y Livent pueden mostrarse como empresas a la vanguardia de un “nuevo mundo más saludable y sostenible”.
El litio –así como el resto de los minerales– que abastecerá el promisorio mercado de autos eléctricos se extraerá a costa del sacrificio de pueblos enteros, pueblos que seguramente han quedado, sí, afuera de la historia: de la historia trágica del capitalismo fósil; pueblos cuya huella energética constituye una porción infinitesimal, nanonésima de la del capitaloceno. Sin embargo, en nombre de la “salvación del ambiente”, sus territorios, ancestralmente sostenibles, serán sacrificados. El litio seca las agüaditas de las majadas.
Así, la era del automóvil eléctrico nació vieja, obsoleta. No tiene nada de futuro promisorio. El auto eléctrico viene impregnado de un rancio olor al pasado colonial. Nació para andar por las calles de un mundo más oligárquico aún; más insostenible, aún; más inhumano y des-humanizante, aún. El acuerdo entre BMW y Livent viene a recrear en el siglo XXI la lógica implacable de la división colonial de mundo que se fraguó en el siglo XVI. Viene a recordar a ingenuos y crédulos tecnólatras que el problema radical de la sustentabilidad no es apenas el de la quema de combustibles fósiles, sino el de la dinámica depredadora del capital y sus conexiones necesarias, geosociometabólicas, con el colonialismo, el racismo, el patriarcado.
Aunque, ciertamente, el despegue y la mundialización asfixiante del capitalismo sobre el mundo es un hecho histórico (y físico) inseparable del consumo incesante de hidrocarburos, eso no significa que la obligada transición energética nos lleve a dejar atrás, ipso facto, las raíces de la depredación. La lógica predatoria del capital, de un mundo de pocos y para pocos, se sigue reproduciendo, ahora, en el “nuevo mundo” (a conquistar) de las “energías limpias” y la transición energética de las grandes corporaciones. Son ellas, los nuevos/viejos conquistadores. Desde las cúspides autocráticas de sus transnacionales, los pocos dueños del mundo están tomando las riendas del “post-fosilismo” y dirigiéndonos a la parte más obscura de un largo callejón sin salida.