En un mundo donde el aumento del mar puede cambiar para siempre los ciclos de un ecosistema y la vida de miles de personas, lugares como el litoral de Honduras, el sur de Bangladesh o las islas del Pacífico Sur se convierten en las primeras señales intermitentes de una amenaza tan silenciosa como devastadora.
Entre las grietas de la actual pandemia, el cambio climático continúa siendo el trasfondo más siniestro de un presente alimentado por todos los excesos que se vierten en la atmósfera, cuyas consecuencias vienen siendo denunciadas desde hace años por activistas y científicos desde varios puntos del globo. La situación ahoga, ahora más que nunca, a las comunidades más vulnerables del planeta.
HONDURAS: SER REFUGIADO CLIMÁTICO
Rafael Colindres gestiona Ayuda USA-Cedeño, un proyecto enfocado a la recolección de alimentos y medicinas para los habitantes de su tierra natal, el municipio de Cedeño, en Honduras, considerado como la zona cero del cambio climático en América Latina.
“Primero fue uno de los bares de la playa. Después otro y, al poco tiempo, ya escuchabas hablar de una familia que había perdido completamente el negocio. Al poco otro vecino. Finalmente, un familiar. Fue así como, poco a poco, fuimos conscientes de que el mar se estaba tragando parte de nuestra costa”. Este es uno de los primeros recuerdos que se le vienen a la cabeza a Rafael Colindres cuando recuerda su tierra natal, Cedeño, un municipio en la costa pacífica de Honduras considerado una de las primeras víctimas del aumento del mar como consecuencia directa del cambio climático.
A diferencia de quienes llegan de su país de origen huyendo de una guerra o incluso de una pandemia, Rafael llegó a Alexandre, en el estado de Virginia (Estados Unidos), como refugiado climático quince años atrás, lo cual le ayudó a tomar perspectiva de los problemas que actualmente atraviesa la tierra de su infancia.
“Muchas personas aún no comprenden las consecuencias del cambio climático y muchas no tienen recursos económicos para mudarse o, especialmente, emigrar como yo a Estados Unidos, un país que requiere de un cierto poder adquisitivo y donde los controles de inmigración son cada día más severos”, relata Rafael a El Salto. “Por suerte pude traerme a mi hijo, pero parte de mi familia aún continúa en Cedeño, en mi tierra”, continúa, nostálgico. “Aún lo recuerdo como un bello lugar donde existían casas de colores, bares regentados por turistas y numerosos alojamientos. Hoy, creo que el último hotel de lujo de la costa se ha reducido a escombros. El cambio climático ha sumergido muchas de nuestras historias para siempre”.
Sin embargo, el aumento del océano es tan solo el principio: “Tenemos barrios en la miseria completa. Gente que vive en pequeños ranchitos sin agua potable ni luz a merced de la incertidumbre y del mar que mató todos sus esfuerzos durante años”.
La posición algo más privilegiada de Rafael le permite estos días llevar a cabo Ayuda USA-Cedeño, una iniciativa formada por 5 voluntarios en terreno estadounidense y otros 7 en Honduras quienes realizan diferentes colectas para distribuir alimentos y medicinas a los habitantes de la aldea de Cedeño. “Cada día nos esforzamos desde Estados Unidos para ayudar a nuestras familias y seguimos convocando a personas de todo el mundo pidiéndoles colaboración a través de donaciones para ayudarles”, continúa Rafael. “Es nuestro deber cuando el gobierno de Honduras nos ha abandonado.”
BANGLADESH: NIÑOS SIN DIOSES
El futuro de 19 millones de niños está en peligro en Bangladesh, país cuya zona sur se ha convertido en una de las principales víctimas del cambio climático. El aumento del mar en esta zona de manglares no solo ha arruinado las cosechas, colegios y vida de numerosos habitantes, sino que provoca una oleada de refugiados climáticos sin precedentes.
Para la población hindú, Brahma fue el creador del universo. Pero durante los últimos años, en los surcos del río Brahmaputra ya no se escucha a los dioses. En su lugar, eclosiona el crepitar de una choza de palma resquebrajada o el suspiro de los agricultores agazapados en mitad de un cultivo de arroz de aguas confundidas.
Considerado como otro de los epicentros del lento pero constante pulso del cambio climático, el río Brahmaputra dibuja, en su desembocadura en el delta del río Ganges —el más grande del mundo—, el particular sumidero del mundo. Durante los últimos años, el aumento de las aguas de la bahía de Bengala ha condicionado las fluviales arruinando las cosechas y plantaciones, motores de una agricultura que representa el 12.7% del PIB nacional de este país situado entre la India y Myanmar.
Una zona cuya baja altitud la convierte en vulnerable a las tormentas que provocaron las inundaciones acontecidas en 2017, una de las peores catástrofes naturales que se recuerdan en la historia reciente del país asiático. El resultado es un micromundo flotante tejido en las zonas costeras de Barisal y Khulna, si bien hasta 20 de los 64 estados del país viven asediados por las consecuencias climáticas.
Al igual que sucede con otros muchos lugares ya sumergidos por los caprichos del cambio climático, diferentes sectores del país agonizan ante la situación. Y en Bangladesh, las miras están puestas principalmente en la educación y el futuro de los niños de la mitad sur del país.
“Durante las inundaciones, mi casa y mi escuela se hundieron al mismo tiempo”, relata Maroof Hussein, un niño de 11 años de la aldea de Nizampur, en el distrito de Patuakhali, a través de UNICEF Bangladesh, agencia que colabora en el Plan del Cambio Climático del gobierno bengalí a pesar de los muchos retos que aún quedan por asumir. “Me fui a dormir y al despertar me encontré en mitad de las inundaciones. Fue terrible”, continúa. Maroof y su familia trataron de escapar, pero el hermano pequeño, Iqbal, de tan solo ocho años, fue absorbido por las aguas.
La triste historia de esta familia de Nizampur es una de las muchas que suspiran en el sumergido trópico del sur de Bangladesh, obligando a muchos de sus habitantes a convertirse en refugiados climáticos hacia una desesperada salida: Dhaka, capital de Bangladesh cuyo puerto despierta cada mañana en decenas de barcos colmados de montañas de maletas y agricultores desesperados tan solo armados con una hoja de banana en la mochila. Sin embargo, la vida no mejora en la ciudad, ya que a los problemas de sobrepoblación cabe sumar la situación marginal a la que se ven abocadas todas estas familias y, especialmente, sus hijos.
Algunos como Maroof, se dedican a recolectar botellas de plástico usadas para subsistir mientras Shafiya, una joven casada a los 14 años y embarazada, hoy comparte una habitación con su esposo, su madre y otro familiar en Bhola Bosti, un laberinto de chabolas hechas de hojalata y bambú en los suburbios de Dhaka. Cada experiencia engrosa las consecuencias de un cambio climático que amenaza la vida de 19 millones de niños de Bangladesh. Una tendencia que, de continuar, arrojaría consecuencias terribles.
Según un estudio de World Bank, para 2050 la combinación de un metro de altura del nivel del mar con la presencia de tormenta arruinaría hasta 4.800 kilómetros cuadrados de tierra (el equivalente a un 3.2% de territorio de Bangladesh). En caso de un aumento de dos metros, la parcela sería de 12.150 kilómetros cuadrados, un 8% de territorio.
TUVALU: LAS ISLAS, PRIMERO
Tuvalu, un archipiélago en el Pacífico Sur, está considerada como una de las zonas más afectadas del planeta a causa del cambio climático. Su escasa altitud y su vulnerable orografía son factores que favorecen el impacto devastador de tormentas tropicales que, según sus habitantes, literalmente se “tragan” sus islas.
Según la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), gracias a diferentes sistemas de altimetría trazados con satélites, se estima que el mar creció hasta 87.61 cm en 2019, 6.1 mm más que el año anterior. Este problema supone una total amenaza para diferentes países del mundo, siendo las naciones isleñas las primeras víctimas del cambio climático dada su baja altitud.
Durante los últimos años, archipiélagos como las islas Marshall han visto a sus agricultores levantar muros frente al mar a fin de proteger sus cosechas, mientras el gobierno de “paraísos” como Maldivas, en el océano Índico, aprobaba en 2012 un proyecto con la firma de arquitectos holandesa Dutch Docklands International para la construcción de hasta cinco islas artificiales con capacidad de 700 viviendas para sus refugiados climáticos. Sin embargo, las islas que se llevan la peor parte son las que salpican el Pacífico Sur, especialmente el archipiélago de Tuvalu.
Considerado como el país con menor número de habitantes del mundo (11.508 en total), tan solo por detrás de Ciudad del Vaticano y la República de Nauru, Tuvalu sería la primera nación miembro de Naciones Unidas que desaparecería de la faz de la Tierra dentro de un margen de entre 50 a 100 años.
Tanto, que “Tuvalu is sinking” (Tuvalu se está hundiendo), es ya una frase entre los habitantes de unas islas cuya rutina se ha visto totalmente transformada: desde las cosechas arruinadas que obligan a la importación de otros muchos alimentos, hasta los corales blanqueados que emiten el veneno “ciguatera”, el cual mata a los peces que suponen el modus vivendi para unas familias temerosas de las tormentas que, según ellos mismos, “se tragan” literalmente el país.
“Los efectos del cambio climático son desgarradores”, cuenta a El Salto Manali Dub, un ex-patriado de las islas del Pacífico. “El calentamiento global es real y es inevitable para todas las tierras que se encuentran justo por encima del nivel del mar, aunque pocos se atrevan a gestionarlo”. Sobre alternativas, admite no estar seguro: “¿Construir cabañas sobre pilotes como sus resorts? ¿Tal vez aceptar los préstamos de China?” se pregunta, en referencia a la propuesta del gobierno chino de construir islas artificiales en Tuvalu, oferta rechazada por el político Simon Kofe quien, tal y como aseguró a Reuters, “veía esta propuesta como un intento por parte de China de reducir la influencia de Taiwán en la zona”.
A la situación, cabe añadir el rechazo colectivo de los habitantes de Tuvalu de abandonar su “fenua” (isla familiar) y sus “kaitasi” (tierras familiares) a merced de otras islas donde no contar con contactos o familiares equivale a terminar en la marginalidad, especialmente en Fonfagale, la isla más grande del archipiélago donde se masca una asfixiante lucha por el espacio. La siguiente opción es acudir a Fiji, el país más cercano, o a Australia o Nueva Zelanda, donde hoy viven numerosos expatriados llegados de unas islas del Pacífico erosionadas por el océano junto a todos los esfuerzos de sus ancestros.
“Me imagino los sentimientos de mis compañeros isleños “, continúa Manali. “El orgullo patriótico en un país donde la identidad, herencia, cientos de años de historia y cultura están ahora en manos de Dios, según ellos”, continúa. “Sin embargo, me temo que al cambio climático no le importa nada. Ni siquiera su fe”.