Colas en los bancos de alimentos, jornaleros y trabajadores de mataderos explotados y contagiados, supermercados convertidos en servicios esenciales… y un nuevo interés por la cocina doméstica, cuatro kilos más de media por persona desde que comenzó el confinamiento y falta de harina y levadura en las tiendas. La pandemia de la covid ha puesto la alimentación, y la intersección entre placer y economía, en el centro de nuestras vidas.
Esta tensión se encuentra en el corazón mismo de Slow Food, asociación que, desde 1986, promueve los principios de bondad, limpieza (ecología) y justicia social para nuestros alimentos. Slow Food no se entiende sin sus orígenes: sus fundadores, con el carismático Carlo Petrini a la cabeza, se formaron en la izquierda italiana militante, alegre y no resignada de los setenta y ochenta. Llevan desde entonces defendiendo que lo culinario no solo no está reñido con lo político, sino que es inseparable de ello. Paolo di Croce es su actual secretario general.
¿Qué ha supuesto la covid para los sistemas alimentarios?
Esta crisis ha puesto de relieve la centralidad de la alimentación en la vida de las personas. Y, tal y como ya sabíamos, pero ahora está claro para todos, la crisis sanitaria estaba destinada a convertirse también en una crisis alimentaria. Hay muchas personas que no pueden respetar las cuarentenas a riesgo de quedarse sin comer, y la situación está empeorando. El número de personas que pasan hambre se está incrementando en casi todo el mundo, pero hace años que veníamos advirtiendo de esto. Esta crisis nos urge a cambiar el sistema alimentario. Estamos en un momento histórico en el que tenemos que decidir cómo salimos de la situación. Una salida nos puede llevar a un escenario aún peor, con más colas a las puertas de los supermercados y bancos de alimentos, con gente que acumula productos no perecederos o con malas decisiones políticas para el medio ambiente, como, por ejemplo, servir todas las comidas escolares en porciones envasadas individualmente en plástico… Pero también tenemos la oportunidad de convertir nuestros sistemas alimentarios en algo mejor y más sostenible. La compra directa a los productores, las conexiones entre estos y los consumidores, todo eso se ha visto en todas partes del planeta. Han aumentado las ventas directas, se ha vuelto a los mercados de agricultores, y además ha aumentado el interés por el origen de la comida y el tiempo dedicado a cocinar… Así que también podemos salir de la pandemia dándole una mayor importancia a los sistemas alimentarios. Ahí está el reto. Esperamos que tanto gobiernos como empresas deriven hacia sistemas verdaderamente más sostenibles, y no sólo a modo de estrategia de marketing, que es lo único que están haciendo ahora.
¿Cómo lograr que la industria alimentaria cambie? No parece tener demasiados incentivos a ello…
Existen varias maneras. Una de ellas, que es en la que centramos nuestra estrategia, es crear más conciencia entre los consumidores. Hoy los consumidores por desgracia no tienen verdadera libertad de elección. Van al supermercado, no leen las etiquetas, cuando llegan a la tienda sus decisiones ya han sido guiadas por la publicidad y los mensajes de las grandes industrias, así que el primer reto está en crear mayor conciencia para que así los consumidores cambien sus comportamientos. Para ello hay que dar mayor acceso a la información. Por otra parte, es importante que los políticos legislen para crear sistemas alimentarios más justos. En Europa estamos en un momento histórico, con el programa Farm to Fork, en el marco del New Green Deal. En teoría, existen muchas oportunidades, pero tendremos que ver si en la práctica desembocan en algo concreto. Por eso es importante que dediquemos esfuerzos a hacer presión sobre los políticos.
Pero la PAC, la política agraria común, se ha destinado a subvencionar a los grandes negocios…
Sí, ha sido muy mala y está en manos de las grandes corporaciones; el último reparto no fue en absoluto positivo. Tenemos las expectativas puestas en el New Green Deal, y en esta Comisión Europea. Esperamos que la crisis de la covid no frene las mejoras que lanzó con sus planes. Pero existe ese peligro, porque hay empresas y gobiernos miopes que pueden intentar borrar el interés por la crisis climática. Y no podemos olvidarnos de ella, ni olvidar que la producción industrial de comida es una de las principales causas de esta crisis.. La solución no la darán las grandes empresas ni los monopolios, ni las grandes distribuidoras. La solución no pasa porque Amazon te mande la comida desde la otra punta del planeta. No lo es para las personas, ni lo es para el medio ambiente, ni para tener un sistema justo. Es el momento de que seamos aún más activistas.
Una de las críticas a Slow Food es que se había vuelto un movimiento poco político, que se ha centrado más en el aspecto lúdico o divulgativo de la comida que en la justicia social ¿Esto realmente es así? ¿Están cambiando su planteamiento?
Por desgracia en algunos lugares se nos percibe así, y eso tiene mucho que ver con la percepción errónea de que la buena comida solo pueden permitírsela los ricos. Nosotros defendemos justo lo contrario: defendemos que la comida debe ser buena, organolépticamente; limpia, es decir libre de pesticidas, no tóxica para el medio ambiente; y justa socialmente para todo el mundo. Estamos presentes en 160 países, y en muchos sitios se nos ve como el movimiento político que somos. Somos activistas, queremos tener un impacto, y luchar contra la percepción de que comer bien es un lujo. No debería serlo. Nuestro presente, y sobre todo, nuestro futuro es ser más combativos con esto. Trabajamos en muchos proyectos a escala local, con más de 3.000 comunidades, en un proceso algo lento en el que estas se organizan para defender nuestro objetivos estratégicos: educar a las personas, defender la biodiversidad y practicar el activismo. Queremos que todos nuestros grupos locales intenten hablar con sus respectivos alcaldes, que hablen en las escuelas, que promuevan cambios a escala local. Y a escala global, estamos intentando llegar más a los gobiernos. Hace tres años, por ejemplo, abrimos nuestra oficina de Bruselas para intentar tener mayor peso en los debates de la Unión Europea.
La otra gran crítica que se suele hacer a Slow Food es que su modelo no es escalable, que no se podría alimentar a todo el mundo sin el concurso de las grandes empresas alimentarias…
Eso directamente es mentira. Podría dar muchas argumentaciones, pero déjeme dar solo una: no necesitamos más comida para alimentar al planeta, el problema es la distribución y el sistema. Los datos de la ONU, no de Slow Food, indican que actualmente producimos suficiente comida para alimentar a 12.000 millones de personas, cuando somos 7.000. En Europa, el problema está en el desperdicio de comida, el 40% de lo que producimos termina en la basura. El objetivo no es producir más, ni inventarse métodos inútiles como los organismos genéticamente modificados para poder producir más; la cuestión es cambiar el sistema para que todo cambie. ¡Sí, incluso, comemos demasiado! ¡En Europa y Estados Unidos, comemos mucho y mal, la comida nos pone enfermos por una mala dieta! ¿La solución a eso es producir aún más comida? Mentira.
¿Le ha sorprendido la expansión de la covid en mataderos y explotaciones hortofrutícolas?
En absoluto. En los grandes mataderos los trabajadores están en condiciones inhumanas. No se debería permitir que estos sitios siguieran abiertos trabajando así, ni por los animales, ni por las personas. Ahora nos encontramos con una crisis sanitaria, pero ¿cuántos escándalos alimentarios llevamos ya en estas industrias que producen productos alimentarios que, en realidad, no son comida? Es otra prueba de que el complejo agroalimentario industrial no es sostenible y es peligroso. Y en cuanto a los trabajadores, tenemos un problema enorme en Europa con la inmigración: la industria alimentaria sobrevive gracias a los migrantes y ¿luego los rechazamos? Quizás en España sea distinto, pero en Italia el gobierno era incapaz de reconocer que nuestra industria alimentaria se sustenta en el trabajo de los migrantes, así que tenemos que poner en el centro de nuestra acción el “justo” de nuestro “bueno, limpio y justo”. Y la justicia también pasa por garantizar los derechos de los trabajadores del sector.
¿Hemos vivido una ola de “sustainability-washing”? Todo el mundo parece querer apuntarse a lo artesano, al kilómetro cero, ahora…
Desde luego que sí. Ahora todo el mundo se describe como “sostenible”, la sostenibilidad sale en todo los anuncios. Una de las palabras clave para nosotros es “comunidad”, decimos que somos una organización basada en la comunidad, que somos una red de comunidades, llevamos veinte años diciendo esto, y durante la covid bancos, aseguradoras y supermercados comenzaron a usar la palabra en los anuncios. ¡Es puro greenwashing! Y todos los políticos utilizan la palabra sostenibilidad un mínimo de diez veces en cada discurso. Pero si rascas no hay nada debajo, no hacen nada por la sostenibilidad. Tenemos que hacer mucho trabajo para que se separe bien el grano de la paja, y vuelvo a lo que le decía antes sobre crear más información y ofrecerla bien. ¡Ahora nos venden que todo es local y artesano, y no es verdad! Pero si no cambia la mentalidad de los consumidores, si no nos informamos mejor, el mercado nos seguirá engañando.
Aquí los grandes chefs hablan a menudo de la sostenibilidad, pero muchos tienen sus restaurantes funcionando a base de stagiers. ¿Ha percibido un cambio en este sentido?
Sí, creo que estamos viendo un cambio en todo el mundo en el que vemos más interés por los ingredientes en bruto, por lo local. En Latinoamérica están pasando muchas cosas en ese sentido, pero en todas partes el problema con los trabajadores de hostelería es el mismo que con los trabajadores del campo, y quizás incluso peor cuando hablamos de los derechos de los migrantes en algunos sitios. Si pensamos en lo que pasa en Estados Unidos, allí, por ejemplo, se vende mucho la idea de la “California sostenible”, cuando sus restaurantes están operados por migrantes mexicanos que apenas ganan unos dólares al día en condiciones terribles. No basta con que esos restaurantes sean orgánicos y verdes si falla todo lo demás.
Si sólo pudiera cambiar una cosa del sistema alimentario, ¿cuál sería?
Me gustaría que la gente pensara en lo que come. Creo que es el cambio más importante. Cuando compramos un móvil, nos interesan las características tecnológicas, y en cambio en el súper nos preocupa solo el precio. Tenemos que comenzar a pensar en el valor de la comida, en la importancia de lo que comemos. Convirtamos la comida en una prioridad de nuestras vidas y las de nuestras familias. Siempre pongo el mismo ejemplo: el día en que uno es consciente de cómo se produce un Big Mac y de qué consecuencias tiene su producción en nuestras vidas, en el planeta y en las de los animales, la gente deja de tomarlos. Pero si no se piensa en ello, no hay cambio posible.
¿Se ha producido cierto populismo alimentario en los últimos treinta años?
Por un lado se ha progresado mucho, porque cada vez hay más gente interesada en nuestros objetivos y nuestra filosofía, a finales de los ochenta no le interesábamos a nadie, parecíamos anacrónicos. Ahora en cambio pasa lo contrario; vemos cómo el mercado usa nuestros valores para hacerse los “cool”. Sí, la situación está mejor ahora, pero por desgracia ahora nos queda menos tiempo: el planeta, o no, mejor dicho, el ser humano está en peligro. Nos quedan treinta años para enderezar la situación, y si no lo hacemos se acabó todo. Dicho lo cual, estamos en mejor posición que entonces para afrontar esta lucha.