Es imprescindible aceptar un cierto grado de ‘triaje civilizatorio’ si pretendemos hacer más resilientes las funciones básicas de la sociedad: renunciar a lo prescindible para asegurar lo imprescindible
La resiliencia es un concepto que se ha venido introduciendo en la terminología habitual de los discursos y políticas públicas en los últimos años, proceso que parece haber cobrado mayor impulso a raíz de la pandemia de covid-19. Así, el pasado día 7 de octubre, con una vistosa puesta en escena, el presidente Sánchez presentaba las líneas maestras de lo que su gobierno ha bautizado como “Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia de la Economía Española”, y que no es sino el marco a través del cual el gobierno PSOE-UP pretende canalizar los 140 mil millones de euros que corresponden a España durante el próximo sexenio en el reparto de fondos “Next Generation EU” de la UE para salir de la situación económica en la que ha sumido a sus Estados miembros el virus SARS-CoV-2.
De dicha denominación no debería sorprendernos el léxico relativo a la “recuperación”, que junto con el de “reconstrucción” y “reactivación” domina el discurso de política económica en los últimos meses de pandemia, tanto a nivel gubernativo como parlamentario y también a escala autonómica, local e incluso internacional. Apréciese, en todo caso, que en dichos términos el prefijo “re” nos transmite la engañosa idea de volver a lo que teníamos, aunque esto no excede el marco del pensamiento político y social mayoritario. Tampoco choca la palabra “transformación”, cercana semánticamente a la de “transición” empleada principalmente en la actualidad en dos ejes, el “ecológico” y el “digital”, que se nos asegura, son compatibles e incluso sinérgicos. La yuxtaposición de ambos conceptos, “recuperación” y “transformación”, nos transmite el mensaje de que “vamos a cambiar algunas cosas para volver a tener lo que teníamos antes o incluso algo mejor”. Pero lo que sí resultará novedoso para la mayoría de la población —y puede que hasta un tanto críptico— es eso de la “resiliencia”. Bien es cierto que dicho término se viene usando desde hace décadas en áreas del conocimiento como la ingeniería, la psicología o la ecología, y en términos comunes a todas ellas cabe definirlo como “la capacidad de un sistema de absorber los choques o presiones externas y de reorganizarse, sin perder su estructura, función e identidad esencia”. No obstante, resulta muy pertinente preguntarnos a qué resiliencia se refiere el gobierno español en este plan y a quién o qué pretende hacer resiliente, y que debemos interpretar que hasta ahora no lo era o, al menos, no en grado suficiente.
Pero analicemos hasta qué punto esta estrategia para hacernos más resilientes se corresponde con el tipo de resiliencia que necesitamos y si resulta compatible con otros objetivos del mismo plan o con la política que en su conjunto persigue el gobierno PSOE-UP para España. Para empezar, y por si a alguien le quedaba alguna duda, Sánchez explicita que estamos ante un plan “para una nueva modernización de España”. Y esto debería despertar ya las primeras alarmas a quien conozca algo acerca de la evolución histórica de la resiliencia social, puesto que es conocido que las sociedades y las economías modernas, capitalistas, industriales y mundializadas son mucho más potentes, más eficientes, capaces de logros jamás alcanzados por ninguna civilización anterior de la Historia… pero también es bien sabido que el precio que han pagado por ello es precisamente el hacerse menos resilientes. Esto sucede tanto a nivel del conjunto de la civilización industrial, como a nivel de un Estado, de una ciudad, una familia, un trabajo, una tecnología, etc. Al sacrificar las economías locales –en buen grado autosuficientes, autocentradas y autogobernadas, basadas en el sector primario, generalistas y muy diversificadas– por una intensa especialización dirigida por el comercio internacional y las necesidades de los inversores capitalistas, hemos dejado por el camino nuestra resiliencia económica: cualquier crisis económica cíclica, cualquier interrupción de suministros importados, cualquier incidencia geopolítica, pueden causar gravísimos trastornos en toda la cadena de sectores económicos cada vez más interdependientes y, por supuesto, en sus empresas y plantillas. Basta remitirse a cualquier época en la historia del capitalismo para encontrar ejemplos de este tipo de perturbaciones, más frecuentes cuanto más nos adentramos en el capitalismo mundializado de base financiera.
Esta fragilidad, sin duda, se ha visto agravada por el sistema de abastecimiento just-in-time propio de nuestra época, que gana en eficiencia económica al precio de perder resiliencia (no se mantienen stocks en almacén y cualquier interrupción en la cadena de suministro provoca el debastecimiento inmediato de las empresas). Así, uno de los siete principios para la resiliencia ecosocial definidos por el Stockholm Resilience Centre es la redundancia, algo totalmente contrario al concepto hegemónico de eficiencia entendido al estilo productivista capitalista. Al respecto, indica el economista Vicent Cucarella: “Habría que redefinir qué se entiende por eficiencia. Actualmente, el análisis de la eficiencia está reñido con los recursos ociosos. Sin embargo, sin estos recursos ociosos no se tiene capacidad de maniobra cuando llega una urgencia (lo hemos vivido con los respiradores, las camas UCI, inicialmente con las mascarillas, etc. y desde la perspectiva de los servicios también lo hemos vivido con la falta de personal especializado)”.
Este fenómeno se da en todos los niveles en la tecnoesfera capitalista industrial: un coche moderno repleto de electrónica es más eficiente, sin duda, que uno de hace 40 años que apenas contenía más que mecánica y electricidad básicas. Pero el más mínimo fallo en sus chips puede convertir al primero en una tonelada de material inservible (hasta que se sustituye el chip dañado, probablemente fabricado por una única fábrica en todo el mundo, situada a miles de kilómetros), mientras que el segundo es mucho más sencillo de mantener en funcionamiento sin disponer de piezas electrónicas y con un diagnóstico manual realizado por cualquier taller mecánico. El ejemplo lo podemos replicar prácticamente en cualquier aspecto de nuestras modernizadas economías, con cualquiera de los aparatos domésticos o de uso industrial en todos los sectores, por no hablar de los procesos: cualquiera de nosotros habrá experimentado más de una vez el bloqueo y frustración absolutos cuando falla un ordenador o su software a la hora de hacer un trámite en un organismo público o en una empresa privada que hace no tantos años era mucho más resiliente, e incluso rápido, al hacerse manualmente.
Por tanto, no resulta tan obvio concebir una modernización compatible con una mayor resiliencia, pues por lo general la modernización aporta a la sociedad mayores comodidades, funcionalidades, eficiencia económica o incluso energética (aunque cada vez menos, por los rendimientos marginales decrecientes), pero rara vez trae más resiliencia, que es una característica inherente a los sistemas simples y generalistas, como eran precisamente los que ahora denostamos por atrasados o poco “modernos”. Aquí resulta muy llamativo que el Ministerio de Economía, aparte de utilizar el eufemismo “retos” para sustituir la “A” de “Amenazas” en el cuadro DAFO de la digitalización en España anunciado el mismo día de la presentación del presidente Sánchez, no mencione este fenómeno de que a mayor complejidad tecnológica, menor resiliencia, ni tampoco las amenazas que implican el auge promovido de las TIC en un contexto de inseguridad energética y la necesidad de materiales escasos procedentes de otros países para mantenerlas en uso durante su extremadamente corta vida útil antes de que se active su obsolescencia programada y haya que mandarlas a contaminar algún basurero del Sur del mundo. Y, por supuesto, tampoco aparece el riesgo del que lleva tiempo advirtiendo la neurociencia: una excesiva dependencia de lo digital, además de problemas de adicción, causa estragos en la capacidad cognitiva. ¿Acaso se ha tenido en cuenta estos lados oscuros de la digitalización en los planes ministeriales para una acelerada introducción de las TIC en el sistema educativo español? Todo apunta a que no, a que estamos de nuevo en un impulso acrítico de la tecnología digital.
Pero sin duda hay otro punto mucho más claramente incompatible con la resiliencia en los actuales planes del gobierno. El presidente español afirma: “No se trata sólo de recuperar el PIB que nos arrebató la pandemia, sino de crecer de una nueva manera. Más fuerte y justa, más competitiva y sostenible”. Crecimiento sostenible, el oxímoron más dañino y persistente de las últimas décadas, que ahora además –nos dice Pedro Sánchez– debe ser “más fuerte”. Sin embargo, resulta difícil concebir que una economía dirigida a conseguir un imposible (no se puede sostener indefinidamente el crecimiento en un planeta finito, y todos los indicadores muestran que ha llegado el momento no sólo de detenerlo sino incluso de revertirlo en muchos sectores) pueda al mismo tiempo ser resiliente. O ¿acaso es resiliente un vehículo lanzado sin frenos contra un muro inamovible? Ese es el panorama al que nos continúa dirigiendo este gobierno (y, hasta el momento, prácticamente todos los del mundo, excepto quizás Bután, que por cierto, es el único país del mundo que absorbe más carbono del que emite). Ya lo advertía Dennis Meadows en un memorable discurso ante el Club de Roma al cumplirse los 40 años de la publicación de la obra que supuso el primer gran golpe al mito del crecimiento perpetuo, Los límites del crecimiento (1972): debemos abandonar ya el objetivo del “desarrollo sostenible” porque llegamos tarde, ahora tan sólo queda buscar una mayor resiliencia ante el inevitable impacto contra los límites.
Sin embargo, es imprescindible aceptar un cierto grado de triaje civilizatorio si pretendemos hacer más resilientes las funciones básicas de la sociedad: renunciar a lo prescindible para asegurar lo imprescindible. Los sectores económicos van y vienen, sufren transformaciones muy profundas, trasvasan miles de trabajadores de unos a otros en cuestión de pocos años, cierran y abandonan capital construido y crean otro nuevo en función de los condicionantes económicos y de recursos disponibles, y esto sucede cada vez que se produce un cambio civilizatorio de importancia. El que tenemos ante nosotros es sin duda de un calado mayor que el que supuso el propio despegue de la Revolución Industrial, pues deberá ser realizado en mucho menos tiempo: no tendremos siglo y medio para desarrollarlo completamente, sino tan sólo unas pocas décadas. Aunque quienes han analizado el alcance real de lo que implica la Transición Energética indican que requeriría dedicarle una economía de guerra durante décadas, el Plan presentado destinará apenas el 9% de los fondos recibidos de la UE a dicha transición, mientras que a la digitalización (altamente consumidora de recursos y energía) se dedica casi el doble (17%). Parece claro que el gobierno no está percibiendo correctamente el alcance ni la dirección de los cambios que se avecinan, y esto es una mala base para cualquier intento por mejorar nuestra resiliencia.
Por otro lado, se afirma que el Plan de Recuperación está inspirado en la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, que ya critiqué por incoherente en estas mismas páginas, y por ello no me volveré a extender aquí. Baste identificarlo como otro mal sostén para un plan hacia “una España próspera y resiliente”.
Llegados a este punto tenemos que preguntarse: entonces, ¿cómo debería ser un auténtico Plan para la Resiliencia, coherente y efectivo? En una próxima continuación del presente texto trataremos de aportar algunas ideas en esa dirección.