Hace unos días, las redes sociales se llenaban de la imagen de un niño jugando en la playa bajo unas letras enormes en las que se leía «Spain’s open», España está abierta. La imagen formaba parte de una campaña publicitaria de Ryanair en Gran Bretaña que anunciaba el fin de las restricciones para volar a España.
A partir del 1 de julio, los británicos podían meter sus chanclas en la maleta, encajarse en un asiento de cuarenta centímetros, aguantar que las azafatas intentasen venderles de todo durante un par de horas y llegar a una ciudad de la costa española. Todo por menos de cuarenta libras.
Cualquier otro año, el anuncio habría pasado desapercibido. Ni siquiera es de los más llamativos de la compañía, que ha utilizado todo tipo de reclamos machistas y que actualmente está siendo investigada por el Ministerio de Consumo por publicidad engañosa. Sin embargo, la imagen generó bastantes comentarios negativos en las redes sociales. Miles de muertos, cientos de miles de despidos y tres meses de confinamiento ponían aquel cartel en un contexto muy diferente al de otros años. Con más sensación de colonia que nunca, los habitantes de las zonas costeras veíamos en aquel cartel una prueba de que los intereses de la industria turística estaban por encima de los riesgos para la salud de quienes íbamos a limpiar las habitaciones de hotel y servir las mesas.
Esto sin duda era cierto, el capitalismo sacrifica todos los días miles de vidas para que unos pocos puedan servirse champán en el jacuzzi. Pero también es cierto que, en este sistema y con regiones enteras dedicadas al monocultivo del turismo y millones de empleos en la cuerda floja, el cierre completo también resulta un riesgo enorme para una buena parte de la clase trabajadora. Las cosas se han hecho demasiado mal durante demasiado tiempo para que una paralización completa e inmediata del turismo no suponga una crisis profunda. No obstante, esto no quiere decir que no debamos poner todos nuestros esfuerzos en cambiar las cosas. No hacerlo también es un riesgo inasumible.
La fantasía del turismo: llena el plato en el bufé y olvídate de todo
El dilema al que nos somete el turismo en un ejemplo claro del funcionamiento del mercado laboral en su conjunto. El trabajo asalariado acaba con nuestra salud y a veces incluso con nuestra vida, pero no trabajar también. Para los que no disponen de rentas derivadas de la especulación o de la explotación de otros, el mercado laboral funciona como un cepo: tanto salir como quedarse supone sufrimiento y riesgo de acabar muriendo desangrado.
En un sentido más amplio, el turismo también ejemplifica muy bien las dinámicas del capitalismo en su conjunto. Los destinos turísticos son objeto de una explotación intensiva que destruye las razones que había para visitarlos. Las ciudades se convierten en decorados donde, con suerte, podemos vislumbrar alguna piedra antigua en medio de una jungla de cadenas de hostelería y tiendas de souvenirs. Los espacios naturales no tienen mejor suerte, lo saben bien los que han escalado el Everest en medio de once toneladas de basura y unos cuantos cadáveres. Por otro lado, el turismo también agudiza las diferencias de clase: en España, el 20% de la población realiza el 70% de los viajes, mientras que casi la mitad de la población no viaja nunca. Además, la mayor parte del trabajo en el sector turístico es empleo estacional, precario, incumple con frecuencia la legislación laboral y tiene unos salarios un 17,4% por debajo de la media. Pero es que, aunque hasta ahora se han ido batiendo récords de turistas internacionales cada año y hayamos pasado de cincuenta y dos a ochenta y tres millones en la última década, esto no se ha compensado con un incremento similar en el número de trabajadores del sector, que solo ha aumentado un 3,5% desde 2014. De hecho, según los datos del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, entre 2008 y 2014 había incluso perdido empleo. Es decir, los trabajadores del sector turístico soportan una carga de trabajo mayor que hace una década y siguen cobrando por debajo de la media. No es casualidad que los destinos turísticos que más visitantes reciben sean los lugares más pobres. En el País Valencià y Catalunya, las ciudades con una mayor carga turísticas son las que tienen rentas más bajas: Benidorm y Torrevieja en el caso del primero y Lloret de Mar en el segundo. A nivel estatal el mejor ejemplo es Canarias, la segunda comunidad con mayor índice de pobreza a pesar de recibir una enorme cantidad de turistas durante todo el año.
Además, el turismo también refuerza las dinámicas extractivas y neocoloniales: los principales emisores de turismo son las primeras potencias mundiales y el turismo ha sido uno de los principales vectores de expansión del imperialismo cultural occidental.
En lo que respecta al medioambiente, la cosa tampoco está mucho mejor: según un estudio que calculó por primera vez el conjunto de emisiones del sector (sumando vuelos, gasto energético de los turistas en el lugar de destino y gasto energético de los productos que cubren sus necesidades durante la estancia), aquellas suman el 8% del total de las emisiones, cuatro puntos por encima de lo que se creía hasta entonces. Además, los turistas que visitan España consumen cuatro veces más agua que los locales, lo que se agrava por el hecho de que los principales destinos turísticos del país son lugares con problemas de sequía. Por otro lado, el turismo ha supuesto la alteración y la urbanización masiva de enormes extensiones de terreno agrícola y costero: el ejemplo más significativo es el de las Illes Balears, que ha transformado el 63% de su territorio.
El turismo es así un ejemplo paradigmático de las dinámicas propias del capitalismo. Es depredador y contaminante, agudiza las diferencias de clase, fomenta el neocolonialismo, produce explotación laboral y pobreza en los destinos turísticos, consume enormes cantidades de agua y contribuye a la destrucción del paisaje y a la urbanización masiva. Sin embargo, si es un ejemplo clave para entender el capitalismo no es solo por las cuestiones materiales, sino también por las ideológicas. El turismo encarna el deseo aspiracional por excelencia y el complemento perfecto a la rutina de explotación marcada por el trabajo asalariado. Durante unos días al año, se nos proporciona la fantasía de escapar de la rutina y vivir la vida de las clases altas: no tenemos que trabajar, dedicamos el día al ocio, nos hacen la cama y nos sirven la comida y gastamos dinero en cosas que no nos podemos permitir en nuestro día a día, como masajes o viajes en barco .Hay un poso de esa fantasía incluso cuando la realidad material del viaje la niega, por ejemplo en el caso de las mujeres que tienen limpiar, cuidar y cocinar en un apartamento alquilado. La carga de trabajo puede ser tan extenuante como en el lugar de origen, pero la playa y los paseos por el paseo marítimo parecen restarle gravedad y mostrarnos una vida mejor. El turismo actúa como compensación a la explotación diaria, como válvula de escape a la presión, como espejismo de un poder adquisitivo y una calidad de vida que en realidad no nos podemos permitir. Nos saca momentáneamente de la rueda de la producción, aunque solo sea para meternos hasta el fondo en la del consumo. Mientras llenamos hasta arriba el plato en el bufé no tenemos que acordarnos del jefe que no nos paga las horas o del cliente que nos insultó a gritos.
Cuando viajamos a países más pobres, el turismo actúa en buena medida como una fantasía colonial: nos permite ser por unos días el colono al que sirven con sonrisas amables los solícitos y serviciales indígenas. De hecho, si los indígenas no responden a nuestras expectativas, nos molesta bastante. Un amigo marroquí me contó que en su pueblo, en la costa nororiental del país, parte de la población local se saca unas perras en verano sirviendo el té a los turistas en sus propias casas. Los que más turistas atraen son los que tienen una casa y sirven un té que se adapta mejor a la fantasía previa sobre el mundo árabe que tienen los turistas en la cabeza, así que los lugareños hacen cosas como esconder el microondas detrás de una cortina o colgar manos de Fátima por toda la casa. Podríamos poner cientos de ejemplos, desde los lamentables espectáculos en las pirámides mayas en México, a los supuestos poblados masáis tradicionales o los bailes de sevillanas en Peñíscola que se anuncian como flamenco. En realidad da igual que los turistas intuyan que todo está hecho de cartón piedra: basta con que les hagan vivir la fantasía del colono que participa por un día en las pintorescas costumbres de los indígenas.
Viajar cuando la casa está en llamas
En el contexto del desastre ecológico en que estamos inmersos y teniendo en cuenta las dinámicas perjudiciales que genera y el riesgo de extensión de la pandemia, parece evidente que dejar de hacer turismo es la opción inmediata más responsable. Al fin y al cabo, no podemos dejar de trabajar o dejar de consumir ciertas cosas, pero sí podemos evitar ir a hacer el capullo a Tailandia.
Sin embargo, los llamamientos a dejar de hacer turismo siempre me dejan una sensación extraña. Llevo dándole vueltas a esta sensación desde que empecé a participar en acciones contra el turismo hace tres años y no he conseguido quitármela de encima. Los turnos de preguntas en las mesas redondas y las interacciones en redes sociales me hacen pensar que esta sensación es compartida, así que voy a intentar desenredar los diferentes hilos que la componen para intentar aportar algo más que eslóganes vacíos a este cepo en el que estamos metidos.
Una buena parte de la sensación extraña que me dejan estos llamamientos se debe a la preocupación por la gente de clase trabajadora que curra en el sector. Como decía más arriba, la crisis del coronavirus lo ha hecho dolorosamente evidente: un cierre total e inmediato del turismo supondría unos niveles de paro y de crisis económica inasumibles. No obstante, la pandemia también ha hecho evidente que seguir dependiendo del turismo es demasiado arriesgado y demasiado injusto para esa misma clase trabajadora. No podemos permitir que tener una casa o poder comer dependa de factores incontrolables como la bonanza económica en los países emisores de turistas, una pandemia o unas condiciones climáticas cada vez más deterioradas. Debemos encontrar alternativas de trabajo para los trabajadores del sector turístico, y tiene que ser un trabajo mucho mejor pagado, seguro y estable tanto a largo como corto plazo del que tienen ahora, que contribuya a generar unas condiciones de vida buenas para todos y no a asegurar unas pocas semanas de ocio al precio que sea.
Necesitamos combinar el corto y el largo plazo, medidas inmediatas que aseguren desde ahora mismo el cambio de modelo pero también ser capaces de imaginar otro escenario.
Necesitamos abandonar el modelo turístico y necesitamos hacerlo de forma que no suponga un desastre económico, pero también hace falta construir un horizonte en el que no haya que salir como sea durante unos días de la rueda de la explotación capitalista, porque esta rueda simplemente no exista. No podemos permitirnos pensar solo en el corto plazo, en tapar la próxima grieta de un sistema que ha demostrado su fracaso histórico, pero tampoco podemos permitirnos pensar solo en un horizonte poscapitalista donde todos los problemas se hayan resuelto como por arte de magia. Necesitamos acabar con el turismo y con la sociedad que lo hace necesario, pero los llamamientos a acabar con él deben ir acompañados de las medidas que hagan posible un cambio de modelo desde ahora mismo.
La discusión sobre estas medidas a corto plazo es otro de los hilos que he intentado desenredar en estos tres años. La mayoría de las que se proponen no me parecen útiles y creo que muchas de ellas son directamente nocivas. Voy a intentar ir poco a poco. Por un lado, tendríamos las medidas propuestas por la propia industria turística. La industria es muy consciente de que el cambio climático supone un riesgo para el negocio, basta darse una vuelta por las publicaciones, congresos e investigaciones que financian para darse cuenta de que es un tema que les preocupa mucho.
Las medidas que sugieren responden a la misma estrategia que la del resto de sectores. Un primer grupo serían las basadas en aparentar que se hacen esfuerzos por controlar el gasto energético y el consumo de agua. Estos esfuerzos tratan de repercutírselos fundamentalmente al cliente: carteles con indicaciones de que solo se van a lavar las toallas que se usen, explicaciones sobre el reciclaje de residuos y anuncios de que han sustituido las bombillas normales por led de bajo consumo. Creo que su inutilidad y su intención meramente cosmética es evidente. En un segundo grupo tenemos las apuestas por el turismo sostenible. Aquí encontramos un montón de artículos en prensa llenos de recomendaciones como comer en restaurantes que utilicen comida local o llevar los billetes de avión en el móvil en lugar de imprimirlos. Algunas de estas recomendaciones rozan el ridículo, pero los llamamientos al turismo alternativo han tenido también eco entre la izquierda. El turismo como mochilero, con una ONG o en alojamientos alternativos a los hoteles tradicionales son practicados habitualmente por gente con conciencia crítica y medioambiental. Lo cierto, no obstante, es que no suponen ninguna mejora respecto al turismo tradicional, e incluso en ciertos aspectos es peor. Ser mochilero y alojarte en un albergue no tiene menos impacto medioambiental o social que estar en un hotel, en la mayor parte de los casos agudiza incluso la explotación, la devastación y las relaciones neocoloniales. Seguramente en un hotel de una ciudad grande tu presencia tenga un impacto menor y haya un mayor control de las condiciones de trabajo que en una casa privada de una pequeña aldea. Quiero aclarar que aquí no incluyo a los activistas que realizan tareas como observadores internacionales en conflictos o como apoyo en situaciones críticas, sino a la gente que utiliza las ONGs como una forma alternativa de viajar; creo que es fácil establecer la diferencia.
Desde fuera de la industria turística también se han propuesto medidas a corto plazo para frenar el impacto medioambiental y social del turismo. Una de las más aplicadas es la ecotasa, que grava a los turistas que visitan una determinada zona. En el caso de Illes Balears, donde el impuesto se implantó en 2016, el presupuesto se utiliza fundamentalmente para la rehabilitación de lugares de interés ambiental o cultural, aunque también para la protección del medio rural, la mejora de las infraestructuras hidráulicas y la diversificación del modelo económico. Su implantación y sobre todo su subida en el verano de 2018 sufrieron una campaña de ataques por parte de la patronal hotelera, que la presentó como un riesgo de perder turismo. Los datos demostraron que no era cierto, pero en cualquier caso el impuesto apenas devolvía a la ciudadanía de las islas una parte muy pequeña de lo que consumía el turismo, que en el caso del agua, como hemos visto, es cuatro veces más que el consumo local.
Otras medidas que se han propuesto tienen que ver con la limitación del turismo, lo que incluye medidas como el establecimiento de un máximo de plazas hoteleras en una determinada zona o la prohibición de los alojamientos turísticos de plataformas como AirBnB. La principal ventaja de estas medidas es que mejoran la calidad de vida de los habitantes y contienen el nivel de depredación del turismo. Sin embargo, no puedo evitar que me dejen cierto regusto amargo. La limitación de plazas supone una subida del precio, lo que tiene como efecto que el turismo se convierta, todavía más, en una actividad de las élites. Es cierto que viajar no es un derecho —el derecho es disfrutar de días de vacaciones en el ámbito laboral— y que es más importante garantizar que los habitantes puedan tener una buena calidad de vida en sus ciudades a que puedan viajar. Pero, con todo, me produce bastante rencor de clase pensar en un escenario de ciudades con poco turismo pero solo para las élites, en las que estas además disfruten mucho más de él porque no tienen que compartir espacio con los chavales británicos que vienen de fiesta unos días después de currar en un Tesco un año entero. Me fastidia además porque la responsabilidad está repartida de forma muy desigual: hacer un viaje en avión una vez cada dos o tres años y cuando las ofertas te lo permiten es muy diferente a viajar varias veces al año a cualquier lugar del mundo que desees, como hacen las élites. Quizá la solución sería encontrar formas de limitar el turismo que no generen un aumento de los precios, pero en una sociedad capitalista eso parece complicado. A mí de momento no se me han ocurrido, pero quizá entre todos podamos dar con alguna.
Otra de las medidas inmediatas que se proponen con frecuencia desde el activismo ecologista es dejar de utilizar el avión en nuestros viajes. El avión es el medio de transporte más contaminante y tiene un impacto enorme en el cambio climático. La propuesta consistiría en sustituir los vuelos por viajes en tren y pensar en destinos más cercanos. Esta propuesta tiene muchas ventajas. No solo reduce en gran medida la contaminación, sino también el impacto social del turismo y las relaciones de dependencia neocolonial. Que yo pase unos días en Granada es bastante menos problemático en muchos sentidos que coger dos aviones para ir una semana a una playa de Malasia. Por supuesto, no elimina todos los problemas, mi visita y la de cientos de miles de personas más seguiría teniendo impacto sobre la calidad de vida de los habitantes de Granada, pero quizá sea un paso en la dirección correcta.
Otra ventaja de esta medida es que ofrece una alternativa viable de forma inmediata. No creo en los enfoques políticos o activistas basados en la contención y el sacrificio. Me parece que es mucho más eficaz proponer alternativas que decirle a la gente que no haga algo, sobre todo cuando no han cambiado las condiciones materiales. Es decir, creo que funciona mucho mejor proponer la sustitución del avión por el tren que exigirle a la gente simplemente que no viaje, sobre todo cuando seguimos viviendo una explotación tan brutal que la única posibilidad de soportarla es escapar de ella todo lo que podamos. La propuesta de alternativas realizables de forma inmediata —que no son perfectas, pero son mejores que lo que había— permite además involucrar a la gente en la toma de conciencia y quizá en la lucha. Es cierto que la acción individual no va a derribar el capitalismo, que es lo que necesitamos si queremos evitar la aceleración del desastre ecológico, pero también es cierto que permite a la gente ir involucrándose de forma positiva, sin caer en la parálisis, la impotencia y la frustración que muchas veces generan las luchas tan grandes como la que tenemos delante. Además, en los momentos de transformación social, los cambios individuales y los sociales van unidos y se alimentan mutuamente: los cambios individuales cambian la sociedad cuando se encuentran con los demás y, a su vez, los cambios en la sociedad nos cambian a nosotros como individuos. De alguna manera, sería similar a hacerse vegano: que alguien deje de comer productos de origen animal no va a acabar con el especismo, pero supone una toma de conciencia que, en el encuentro con los demás, convierte esa decisión individual en una cuestión política y posibilita el cambio colectivo. Además, por el camino hemos salvado vidas y, como dice un lema antiespecista, una vida salvada ya es en sí mismo una victoria.
La sensación extraña de este tipo de medidas viene de la certeza de que no son suficientes y de que no tenemos mucho tiempo. El desastre ecológico nos tiene inmersos en una cuenta atrás en la que cada día importa y no parece muy buena idea discutir sobre dónde vas a ir de vacaciones cuando tu casa está en llamas.
Salir del cepo
Este artículo también me está dejando un regusto amargo. Me gustaría tener un montón de soluciones que pudiesen aplicarse de forma inmediata y que sirviesen para acabar con una industria depredadora y con el sistema que la hace posible. En cambio, lo que me han dejado estos tres años de activismo y reflexión contra el turismo es solo una intuición de cuál es la dirección acertada y unas cuantas certezas sobre cuáles son las equivocadas. Creo que lo peor del turismo es la sociedad que lo hace necesario. Sin el régimen de explotación intensiva al que estamos sometidos seguramente tendríamos vidas más significativas y plenas de las que no necesitaríamos huir. Esto no significa que no quisiéramos viajar, pero el acto de consumo compulsivo de lugares que implica el turismo no existiría. Seguramente viajaríamos mucho menos, pero nuestros viajes serían más valiosos. Quizá podríamos aprovechar el año sabático pagado que tendríamos cada cinco o seis de trabajo —no me miréis así, esto del año sabático pagado me parece irrenunciable— para aprender a hacer surf, para hacer un viaje en bici o para vivir un tiempo en una ciudad concreta. Lo más probable es que meternos en un avión para volar a miles de kilómetros, tumbarnos en una playa atestada de un país que ni siquiera vamos a conocer e hincharnos a comer en el bufé nos pareciese algo bastante idiota.
Mientras empujamos para que esa sociedad sea posible, podemos ir aplicando otras medidas que vayan en esa misma dirección —o que al menos no la impidan—, pero que se puedan poner en marcha de forma inmediata. Las ecotasas, las medidas de limitación del turismo —preferiblemente las que no produzcan injusticias de clase— y los cambios de los lugares de destino evitando viajar en avión parecen al menos un paso. También parece una buena idea abordar un cambio en el modelo productivo que saque a trabajadores del turismo y de las industrias más contaminantes y los destine a la producción de lo necesario para la transición ecológica.
El cepo en que nos coloca el turismo, y el capitalismo en general, y el contexto de crisis climática nos obliga a actuar en dos tiempos a la vez: por un lado, imaginando y poniendo los cimientos para otra sociedad, y por otro implementando medidas inmediatas que frenen todo lo posible los efectos negativos. Debemos actuar en el presente y construir para el futuro, hacerlo tanto individual como colectivamente y ser a la vez eficaces, rápidos y ambiciosos. Sé que es mucho, pero los riesgos son demasiado grandes para no intentarlo con todas nuestras fuerzas. También las posibilidades son demasiado hermosas para no luchar por ellas —espero haberos convencido con lo del año sabático pagado cada cinco—. Al fin y al cabo, si no hacemos algo, el problema del turismo se resolverá por sí solo: nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto.