Habitamos la vida como certeza, mientras nos roban el derecho al futuro. No obstante, la condición precaria nos enseña algo: la necesidad de repensar la vida y el futuro para comprender las formas en las que se descompone y las formas en las que resurge
“Requiere mucha destreza cambiar la imaginación de la gente para que deseen algo diferente a lo que les venden los medios”. Marge Piercy
Con un 46% de paro juvenil en España, la precariedad se ha convertido en la triste bandera de mi generación, la de la juventud sin futuro. Muchos de nosotros nos enfrentamos a la promesa de una vida de problemas–sin-fin. Dependemos de formas institucionalizadas de reconocimiento e infraestructuras que dan apoyo a nuestro mundo. Cuando estos sistemas de atención se desmantelan y fragmentan, la precariedad arrasa. A nadie le resulta nuevo este análisis.
Esta inestabilidad es una condición del capitalismo milenial neoliberal. Mi generación vive atropelladamente nuestro legado político, cultural y económico: lógicas de individualidad radical, auto-responsabilidad e independencia. Esta estela ha dejado un sujeto hecho a sí mismo. Un sujeto con expectativas y deseos de ascensión socioeconómica, donde todo gira en torno a la moral del trabajo; o, simplemente, un sujeto que ha de pagar un alto precio por mantenerse bajo un techo y poder trabajar. Así, el fracaso de este sujeto en su afán por crecer o mantenerse es resultado de sus fallos morales. La precariedad sería así su merecido castigo.
Y en eso consiste la vida milenial: una suma de esfuerzos diarios alineados con una necesaria mejora progresiva. Pensarse precario tiene un componente de futuro. No es pensarse en un punto final, es aquello hacia lo que uno trabaja como horizonte de expectativa en este futuro incierto. Sin embargo, este sujeto expectante ha olvidado sobre qué se sostiene su vida. Habitamos la vida como certeza, mientras nos roban el derecho al futuro. No obstante, la condición precaria nos enseña algo: la necesidad de repensar la vida y el futuro en otros términos para comprender las formas en las que se descompone y las formas en las que resurge. La precariedad no es ya marginal, ha adquirido una dimensión generalizada. Y el siguiente matiz es importante: no sólo en lo exclusivamente humano.
Todo esto tiene raíces profundas. En estos tiempos de crisis ecológica, se impone un nuevo marco de lectura: el Antropoceno. La precariedad de la vida trascendió lo humano hace tiempo, las tasas de extinción masiva son una prueba innegable. Si olvidamos por un momento nuestros prejuicios antropocéntricos, veremos que la precariedad es multiespecie. Una vida precaria no es sólo una vida explotada laboralmente, es una vida que habita la inestabilidad en todo aquello que la sostiene. La Tierra está mutando actualmente hacia algo incierto, nuestra condición de agente geológico ha generalizado la precariedad a todas las formas de vida terrestre. Pensar hoy esta cuestión exige integrar lo no-humano, aún hay posibilidades para las alianzas multiespecie.
La rebelión de la Tierra
Si nos adentramos en los anales de la Historia terrestre, encontraremos que hace 2.588 millones de años se da comienzo a la época del Pleistoceno. Nuestro primer ancestro humano, homo habilis, aparece en escena. Tras varios miles de años y cuatro glaciaciones, llegará un periodo interglacial: el Holoceno. Fue un intervalo de clima benévolo y estable donde la civilización homo sapiens prosperó, se multiplicaron poblaciones y florecieron diferentes culturas humanas. Somos seres del Holoceno.
El Holoceno se considera oficialmente finalizado. Todo apunta a que nos encontramos en el Antropoceno. El término Antropoceno fue ideado a finales de los años 80 por el ecólogo Eugene Stoermer. Más tarde, en el año 2000, fue popularizado por Paul Crutzen al proponerlo oficialmente como nueva era geológica. La formalización final aún espera la confirmación de la Comisión Internacional de Estratigrafía y de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas (IUGS). No obstante, hay ya abundante literatura al respecto.
El Antropoceno no es una nueva época estable: es el final de la estabilidad, la ruptura de la continuidad holocénica. Es decir: es un evento límite. Esta huida acelerada del Holoceno amenaza la vida de las nuevas generaciones en la Tierra. Trae consigo inestabilidad, imprevisibilidad, y un cambio en las dinámicas de los sistemas complejos que componen el sistema terrestre. Lo que está por venir depende del rumbo que tomemos.
Hay quienes consideran que el Antropoceno es el triunfo del Antropocentrismo. O más bien, de una ética antropocéntrica que ha legitimado nuestro dominio de la Naturaleza. No hay una esencia humana que lo haya provocado. Tiene origen en un sistema de producción y cosmovisión hegemónicas que han generado una dinámica insostenible en las economías, políticas, relaciones de poder, metabolismos, paisajes, cultura, identidades, imaginarios, deseos y sociedades.
Ahora, esa Naturaleza sumisa a dominar se encuentra en situación de auténtica rebeldía. Este planeta nunca fue un receptáculo inerte y sumiso, siempre fue mucho más. El Antropoceno se suele definir como un período donde la acción humana es un agente geológico, pero no se cuenta con que el análisis puede ir más allá: la Tierra tiene agencia, responde y nos desorienta. Si la precariedad se biodiversifica, la rebelión de la Tierra se nos impone como un estado de guerra generalizado. Esto nos debería llevar a asumir el conflicto como un elemento constitutivo de la vida terrestre que nos toca habitar. Tenemos por delante, como occidentales, un aprendizaje político sin precedentes históricos.
Antropoceno, apocalipsis y patriarcado
Dice Claire Colebrook que nos constituimos como humanidad por la amenaza de nuestra propia desaparición. En tanto relato, el Antropoceno ha generado muchas imágenes de la realidad y del futuro. Hay presentes ciertos tropos apocalípticos que ya han aparecido antes en la Historia, en narrativas religiosas y en productos culturales. Establecemos también analogías con la realidad que nos envuelve. Los incendios veraniegos de San Francisco invocaban las imágenes de Blade Runner 2049.
El pensamiento apocalíptico es un aspecto de lo que se ha denominado “la cosmovisión trágica”. La tragedia conforma el marco general de los relatos del Antropoceno. En la literatura trágica, se suele generar un conflicto que enfrenta al héroe con sus propios límites finalizando con su propia e irremediable destrucción. De acuerdo con Joanna Zylinska, estos relatos conjugan la habilidad humana para reflexionar sobre la finitud de la vida junto con la incapacidad de aceptar esa finitud.
La ciencia también participa de este tipo de narrativa. Un ejemplo es el mismo Reloj del Apocalipsis, que literalmente nos mide en el precipicio temporal. En relación a este tipo de relatos del fin, podemos pensar en el catastrofismo del que se nos acusa normalmente a muchos ecologistas. También podríamos pensar en el “colapso”, otro sector del ecologismo que entraría en el mismo conjunto de relatos centrándose en el “colapso civilizatorio”.
En el polo opuesto ideológico, surgen relatos propios de figuras como Trump, Bolsonaro, Elon Musk, Stephen Hawking, magnates de Sillicon Valley o figuras de la extrema derecha. Junto a esta visión apocalíptica y solucionista, hay una retórica política que mezcla algunos principios del fundamentalismo bíblico. Toma mucho prestado del mito cristiano de la redención donde se ofrece una promesa de emancipación después de un viaje de sacrificio. Esto ha formado parte del caldo de cultivo de la extrema derecha. Ciertas narrativas religiosas pueden cargarse de significación política, y ciertas formas de utopía social impregnarse de espiritualidad religiosa. El apocalipsis, en esta sociedad hija de los mitos judeocristianos, implica una necesaria redención (o solución). Situados dentro del marco hegemónico del progreso –donde la tecnología es la gran esperanza del porvenir humano–, la lógica de la redención deriva en una promesa fácil de salvación tecnológica. La imaginación y las posibilidades de generar responsabilidad se quedan estancadas ahí. No dejan ver más allá. El apocalipsis, quizás, no sea la forma que mejor nos ayuda a leer el problema.
Sería interesante hacerse la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los sesgos patriarcales detrás de los relatos apocalípticos del Antropoceno? Mi humilde tentativa es un cuestionamiento sobre desde dónde se está narrando. Observo que, mayoritariamente, son hombres occidentales entrados en años quienes –aparte de estar ejecutando (o no) las políticas que condicionan el futuro– están construyendo lecturas de la realidad. Esto no debería sorprender a nadie. Históricamente, las voces que han construido los relatos han sido mayoritariamente hombres. Sin ir más lejos, cuando el Grupo Antropoceno se reunió por primera vez para discutir la necesidad de una era geológica a identificar como Antropoceno, de los 29 científicos del grupo de trabajo sólo una era una mujer. Hay estructuras estructuradas estructurantes. Pero hay, también, una masculinidad hegemónica que contribuye a la producción simbólica cuando pensamos el fin. Esto último es central. Los relatos hegemónicos del Antropoceno y de la crisis ecosocial hunden sus raíces ahí.
En resumen, aunque a priori pueda pensarse que los relatos de la ciencia, activismos y magnates de la extrema derecha y de Sillicon Valley no tienen nada que ver, convendría revisar si hay convergencias en su trasfondo narrativo y hacer una reflexión en común. Debemos atrevernos a tejer y experimentar relatos y estrategias. Menos apocalipsis masculinos, más contra-narrativas ecofeministas. Ni apocalípticos, ni integrados.
Contra-apocalipsis feministas y otras formas de con-jugar futuros por venir
El movimiento ecologista ha logrado entender de forma integral y certera la problemática de la modernidad capitalista. Pero todo ha jugado en contra suya para poder estar a la altura del desafío. Esto, naturalmente, provoca frustración. De alguna manera, somos apocalípticos para equivocarnos, aspiramos a evitar el apocalipsis. Pero hay una estrategia psicológica algo perversa detrás: el peor escenario nos traería autocomplacencia porque todo sería una profecía autocumplida.
El relato colapsista tiene un trasfondo profundamente vitalista, pero ha hecho de la frustración una estrategia comunicativa. Si en el año 2000 los científicos se atrevieron a proponer un cambio tan radical como una nueva era geológica, ¿por qué seguimos insistiendo en narrativas e imaginarios estériles? ¿No es hora de ir haciendo un ejercicio constructivo de auto-revisión? ¿De verdad toda la imaginación que podemos tener se limita a esto? La cosa es lo suficientemente seria e importante. Nuevos relatos y narrativas vienen, otros pensamientos serán pensados.
No hay manera de articular deseo colectivo sin diversión ni juego. El título rinde homenaje a Donna Haraway. Con-jugar, en el sentido lingüístico: mezclar, verbalizar, imaginar, pensar y hacer. Con-jugar en el sentido de jugar-con: propiciar deseo, prácticas y placer para generar nuevos imaginarios políticos orientados a esta tarea de civilización. En esto consistiría una actitud contra-apocalíptica.
Hay tantas vías como colores para emprender estos caminos. Algunas voces han establecido su laboratorio en lo lingüístico, como Haraway. Su propuesta narrativa es una manera de indagar y restaurar cercanías. Lo llama “SF (Science Fiction, Speculative Fabulation, String Figures, Speculative Feminism, Scientific Facts, So Far)”. Ella misma lo practica como método. A menudo, enreda formas de colaboración interespecie con sistemas de producción, políticas y prácticas cotidianas. En el fondo, propone partir de una pregunta fundamental:¿de qué depende la vida?
Anna Tsing, en su laboratorio antropológico, nos arroja luces contra-apocalípticas. The mushroom at the end of the world explora las prácticas precarias alrededor de las setas matsutake por parte de recolectores precarios en unos bosques devastados de Oregon. Desde una situación de abandono, pobreza, precariedad y marginación se establece una supervivencia colaborativa entre hongos, bosque y recolectores. La propuesta analítica es, precisamente, partir de principios como el del placer, el ritual, la relacionalidad, el conflicto o la precariedad generalizada. El comercio, las prácticas, las deambulaciones por el bosque y las interrelaciones que se generan, restablecen felizmente una relación co-productiva que hemos visto históricamente abandonada: la ecodependencia.
Bruno Latour se suma a esta tropa contra-apocalíptica. El marco del progreso ha determinado una flecha del tiempo donde ir hacia delante es lo deseable, significa “desarrollo” y crecimiento económico. Es difícil entusiasmar a mayorías desde la idea de retroceder o decrecer. Para Latour, es necesario proponer un tercer polo fuera del marco del progreso y, así, redefinir la pregunta política por excelencia: “¿Qué pueblo formamos, con qué cosmología y en qué territorio?”. Su propuesta implica una reconstrucción narrativa de lo humano hacia lo terrestre, desde los sistemas de producción a los sistemas de generación. Terrestre, Tierra y territorio son conceptos concomitantes hacia una vía de exploración para replantear conceptos y luchas en nuestros contextos determinados. Hay personas profundamente comprometidas con lugares reales.
En este presente denso, tenemos la responsabilidad de hacer lo que podemos. Sugiero humildemente algunas ideas, deseando un cultivo mutuo de capacidad de respuesta. Imaginemos mundos suficientemente buenos donde lo suficientemente bueno es provisional, imperfecto y conflictivo. Hacia un placer en la indeterminación. Construyamos lazos con bichos, setas y plantas para entendernos afectadas por la Tierra, su terror y su mundanidad. Habitemos la incerteza en nuestros cuerpos conflictivos. Esto va de aliarnos, eso es querernos vivas.