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El aire me da ganas de vomitar»: el impacto en la salud del humo de los megaincendios

Fuente: DIARIO.ES

El humo que estos días ha velado ciudades como Nueva York o Toronto no procede de los tubos de escape ni de fábricas, sino de incendios a miles de kilómetros.

Varios días de este verano, los habitantes de las grandes urbes del este de Norteamérica se han levantado bajo una espesa neblina y con el sol teñido de rojo. El humo que velaba la Estatua de la Libertad no procedía de los tubos de escape, ni de fábricas o centrales térmicas: venía de los incendios en la costa oeste del continente, a varios miles de kilómetros de distancia, y situó los índices de contaminación de ciudades como Toronto o Nueva York entre los peores del mundo.

La alerta sobre esta nueva amenaza para la salud, especialmente para la población más vulnerable, está creciendo entre la comunidad médica y científica, en medio de un mundo en llamas. La emergencia climática es pura gasolina para incendios cada vez más extensos y devastadores, que han llegado a zonas tan poco propicias hasta ahora como Groenlandia o Siberia. Y donde hay llamas, hay humo.

Los satélites detectaron el humo de los incendios de Norteamérica cruzando el Atlántico —son tan potentes que lanzan columnas de partículas a la estratosfera, a 23 kilómetros de altura— y, según el Servicio Copernicus, este tipo de contaminación puede afectar la calidad del aire a miles de kilómetros de su origen.

Más cerca de los incendios, respirar se vuelve una tarea penosa. «El aire, espeso con partículas, me da ganas de vomitar», relató una residente de Casteglar, en la Columbia Británica, a la cadena pública canadiense. Tras la ola de calor que pulverizó récords a finales de junio, muchas zonas de la provincia se han sumido en un infierno de fuego, con el cielo tapado durante semanas. La mujer lo resumió así: «La primera cosa que percibes es el sabor, antes del olor acre. Lo compararía a vivir en un cenicero».

Esa neblina espesa y acre está compuesta principalmente por micropartículas en suspensión (las llamadas PM2,5, de menos de 2,5 micras), el tipo de contaminante del aire más letal: más finas que un cabello humano, pueden penetrar en los pulmones y pasar al torrente sanguíneo y al organismo.

Además, junto a las micropartículas, los incendios liberan todo tipo de compuestos y gases muy irritantes, como ozono, monóxido de carbono o hidrocarburos. Es la razón por la que, según diversos estudios, ese humo genera mayor estrés oxidativo en los pulmones y en el organismo, y es incluso más tóxico que el tipo de contaminación que normalmente se sufre en las ciudades.

Por eso en muchos lugares los fuegos se están convirtiendo en la mayor amenaza para la calidad del aire. Según una estimación, en los últimos años los incendios han sido responsables de un 25% de las emisiones de micropartículas en EEUU, y de hasta la mitad de las emisiones en algunos estados del oeste.

Aunque estos episodios no se dan durante todo el año, como los causados por el tráfico, los picos de contaminación son brutales. El 5 de enero de 2020, durante una devastadora temporada de incendios, la concentración de PM2,5 alcanzó 2.496 µg/m3 en la capital australiana, Canberra. Multiplicaba por 1.000 el umbral de peligro marcado por la OMS, de 25 µg/m3 de media en 24 horas. Como meter la ciudad en un gigantesco tubo de escape.

«Veremos lugares inhabitables por el humo»

Debido a la crisis climática, esas temporadas de incendios devastadoras comienzan a ser la norma, más que la excepción. En Yakutia (Rusia) han ardido este verano más de un millón de hectáreas. En California, el 23 de julio ya se registraban 154.844 hectáreas quemadas, un 257% más que el año pasado en las mismas fechas. Y eso que 2020 fue la peor temporada de incendios de la historia del estado.

«Si seguimos actuando como hasta ahora, u ofreciendo una respuesta débil frente al cambio climático, veremos lugares que se harán inhabitables por el humo de los incendios forestales», explica a Ballena Blanca la directora de la Alianza Global por el Clima y la Salud, Jeni Miller. Su organización ha presentado este verano un informe para alertar sobre esta nueva amenaza para la salud derivada de la crisis climática.

El estudio cita uno de los episodios en los que se han documentado más claramente los efectos de los incendios en la salud: en 2014, una capa de humo envolvió durante dos meses y medio la ciudad de Yellowknife, en el Ártico canadiense. Ardieron 3,4 millones de hectáreas de bosques, más que la superficie de Cataluña. En lo que sus habitantes recuerdan como «el verano del humo«, las visitas a urgencias por asma se duplicaron y las recetas de salbutamol —un inhalador para abrir los bronquios— aumentaron un 48% respecto a un verano normal.

¿Qué puede suponer respirar ese aire tóxico, año tras año, durante semanas o incluso meses? Aún no se sabe, pero cada vez existe una mayor evidencia científica sobre el daño generado por la contaminación del aire, también a largo plazo, especialmente para la población más vulnerable y para los niños: desde problemas de desarrollo de los pulmones, al aumento de enfermedades respiratorias como el asma o daños para la salud mental en la edad adulta. Por eso a los científicos y expertos en salud pública les atormenta el vacío de conocimiento sobre los efectos que puede tener la exposición continuada al humo de incendios forestales.

Para Miller, la mejor respuesta es tomar medidas drásticas frente a la crisis climática, como detener la quema de combustibles fósiles y la deforestación o transformar el sistema alimentario. Según la experta, el ahorro en gasto sanitario que se conseguiría gracias a la acción climática ayudaría a compensar por los costes de la misma.

«En cada país que tome medidas para mitigar el cambio climático, los beneficios adicionales para la salud se experimentarán localmente, con cosas como un aire y agua limpios, el acceso a dietas más sanas, o formas de transporte más activas y saludables», asegura la experta. «La alarma de incendios del planeta suena cada vez más alto. Es hora de responder».