Cultivos como los cítricos, la vid o los olivos están ya notando los efectos del calentamiento global. El aumento de los fenómenos extremos y las temperaturas al alza en ocasiones arruinan cosechas enteras. El principal frente es el descenso de los recursos hídricos: cada vez habrá menos agua y el modelo de regadío acusa cada vez más su insostenibilidad. Hay efectos positivos inesperados: el aumento del CO2 en la atmósfera beneficia el proceso de fotosíntesis y zonas antes yermas se convierten en fértiles.
Los agricultores llevan varias semanas saliendo a la calle para protestar por su situación. Reclaman medidas y diálogo para atajar el problema de los elevados costes de producción y los bajos precios de venta. Piden una reforma de la Ley de Cadena Alimentaria para garantizar un precio mínimo por sus productos, que en muchas ocasiones son vendidos por debajo de los gastos de producción. Aseguran que determinados cambios deben ser inmediatos, pero a medio y a largo plazo planea la sombra del cambio climático, que puede cambiarlo todo. A diferencia de en otros ámbitos o sectores, algunos cambios, los menos, pueden ser positivos para los cultivos y el negocio de unos trabajadores del campo para los que el cambio ya es perfectamente cuantificable. Otros, sin embargo, ponen en riesgo la supervivencia del modelo en el corto plazo. Ya no es cuestión de futuro sino de presente.
La principal amenaza es la del agua, indispensable para los cultivos tanto de secano como de regadío. Los recursos hídricos disminuyen y van a disminuir con el paso de los años en España. La gravedad la determinará lo que hagamos ahora con la mitigación al cambio climático, es decir, la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Pero la inercia de la atmósfera provocará efectos que ya no podemos evitar en su totalidad, así que es mejor adaptarse. En el peor de los escenarios, para finales del siglo XXI la región mediterránea experimentará incrementos medios de temperatura de 3,8 y de 6,0 grados en los meses invernales y estivales, respectivamente, según el Visor de Escenarios de Cambio Climático. Las precipitaciones se reducirían un 12% en invierno y un 24% en verano. Si el Acuerdo de París no se convierte en papel mojado y las emisiones echan el freno, las predicciones son más benignas, pero del impacto no nos libra nadie.
Una situación que los ríos sufrirán con especial intensidad. Afectará al nivel de evapotranspiración –el agua que vuelve a la atmósfera desde el suelo, que aumentaría hasta un 21% a final de siglo en el peor escenario– de precipitaciones en las cuencas españolas –que perderán entre un 5% y un 17% en este siglo–, y, en consecuencia, de escorrentía: la cantidad de agua que circula por nuestros ríos. Las aguas subterráneas también se verán perjudicadas. En total, el informe del Centro de Estudios y Experimentación de Obras Públicas (Cedex), que sirve de referencia a los principales agentes, pronostica a partir de varias proyecciones que, si no echamos el freno, contaremos en España con un 28% menos de agua en 2070 (un 14% si el planeta detenga las emisiones). Hay mucho que gestionar, y los principales afectados son los agricultores, que necesitan regar en el caso de los cultivos de regadío; para los de secano, toda lluvia es agua de mayo, sobre todo cuando las sequías amenazan con ser estructurales.
En Murcia, Almería y el sur de la Comunidad Valenciana, tierra por excelencia del regadío español y la conocida como “la huerta de Europa”, saben bien lo que es no tener el agua que se necesita. El cambio climático «ya es una realidad» en el campo murciano, asegura el presidente de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) en Murcia, Miguel Padilla: considera “innegable” que la desertificación, el proceso por el cual una tierra fértil se convierte en árida y yerma, «está garantizada, ya que las temperaturas han cambiado”. No hay negacionismo en el campo español: el 96% de los agricultores, según una encuesta de la Unión de Pequeños Agricultores (UPA) reconocen que el cambio climático es real y ha venido, todo lo indica, para quedarse.
Lo notan porque para ellos la lluvia es agua bendita, saben identificar tendencias y reconocen que en España las tendencias de las precipitaciones están cambiando –aunque, por ahora, no se puede decir que está lloviendo menos–. El acortamiento de las estaciones intermedias y el aumento de las temperaturas medias cambian los patrones de floración, de desarrollo de los frutos y de crecimiento de muchas plantas que son el sustento del sector primario español. Hay muchos cambios para los que es posible adaptarse –cambiando las épocas de siembra, por ejemplo– y otros que revelan el verdadero problema de fondo: la insostenibilidad del modelo.
La tensión es palpable en el sudeste español entre los que aseguran que el modelo de regadío, que necesita un agua que no existe en una zona árida, es insostenible y debe reconvertirse para dejar de explotar los recursos hídricos de las aguas subterráneas y las que reciben desde el transvase Tajo-Segura. Los ecologistas señalan que la contribución de la agricultura intensiva, de enormes plantaciones impulsadas por grandes empresas, al cambio climático por sus emisiones de CO2 es alta y que debe apostarse por otros modelos, más ecológicos. Los agricultores defienden que la modernización de los sistemas de riego ha reducido en los últimos años el agua que necesitan, que no pueden culparles del cambio climático cuando otros sectores emiten mucho más –como defendió la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (Asaja) en las últimas protestas– y que el agua que necesita el Levante español genera riqueza y puestos de trabajo.
La realidad es tozuda: los recursos hídricos del país menguan cada vez más y la contaminación por el uso de fertilizantes afecta a los acuíferos y a ecosistemas especialmente delicados, como el Mar Menor. Ante el impacto del cambio climático, siguen chocando las posturas entre los que defienden dejar de asumir que el agua es un recurso infinito y entre los que piden más trasvases para que las regiones que necesitan más puedan disfrutar de lo almacenado en embalses a kilómetros de distancia. Pero el cambio climático tiene otra consecuencia solo parcialmente ligada al descenso de las precipitaciones: la desertificación, el proceso por el cual una tierra fértil se convierte en un desierto, amenaza con fuerza al país.
Más de dos terceras partes del territorio español pertenecen a las categorías de áreas áridas, semiáridas y subhúmedas secas, especialmente sensibles al proceso, explica el Ministerio de Agricultura. La desertificación hace que los cultivos leñosos, como el olivo, los frutales o la vid, pierdan nutrientes de la tierra de la que se alimentan; erosiona el suelo y se pueden perder zonas de cultivo situadas en laderas o pendientes; y se relaciona con los acuíferos y su sobreexplotación, ya que los pocos recursos hídricos disponibles bajo tierra por el exceso de uso de la agricultura empobrecen el terreno de los cultivos.
El vino, las naranjas y el aceite, en peligro
Pero más allá del agua, el cambio climático y sus efectos impactan directamente en los cultivos, al margen de los recursos hídricos que necesiten. La industria del vino lleva años preocupada por el calentamiento global y viéndose forzada a adaptar sus cultivos, ya que determinadas plantaciones, para obtener un producto único y de la mejor calidad, necesitan unas condiciones climáticas muy concretas. España es el tercer productor mundial de vino, con 950.000 hectáreas dedicadas, y los productores se están viendo forzados a cambiar sus cultivos de sitio, a latitudes más benignas o con mayor altitud. Las elevadas temperaturas estresan a la planta y producen unas uvas con más azúcar y, por tanto, con mayor graduación alcohólica; y son especialmente sensibles a olas de calor prolongadas o al granizo.
Una situación también complicada con respecto al cambio climático se vive en la Comunitat Valenciana, reino de naranjas y mandarinas. Los cítricos necesitan inviernos fríos y agua de lluvia consistente; en caso contrario, los árboles sufren y expulsan sus frutos antes de tiempo, arruinando las cosechas de los agricultores valencianos. Las clementinas, híbrido entre mandarina y naranja amarga, son muy preciadas en mercados como el de Estados Unidos y la exportación cada vez se reduce más porque las frutas, debilitadas, no aguantan el viaje, explica para Voz Pópuli José Pascual, gerente de una cooperativa en San Alfonso de Betxí (Castellón). Muchos agricultores intentan adaptarse cambiando los ciclos de riego o protegiendo a sus árboles del sol, pero otros muchos de Alicante y Murcia ya han abandonado la plantación de cítricos.
Para otros cultivos, el impacto del cambio climático cuenta con algunas consecuencias positivas, aunque el descenso de las precipitaciones afecta a prácticamente todo el sector primario por igual. En el caso de los olivos del sur español, un estudio de la Universidad de Córdoba apunta que zonas frescas, como la Alpujarra granadina, se convertirán en perfectamente aptas para el cultivo de la aceituna por el aumento de las temperaturas. «Además, el aumento del CO2 en la atmósfera beneficia en general al olivo, ya que lo utilizan para la fotosíntesis y los árboles crecen más fuertes», asegura el investigador de la misma universidad Elías Ferreres, que trabaja sobre todo con el impacto del cambio climático en el trigo y ha llegado a la misma conclusión: muchos efectos negativos se compensan, al menos por ahora, por el abundante dióxido de carbono disponible.
Sin embargo, a largo plazo, calculan los investigadores de la Universidad de Córdoba, el efecto pernicioso de la falta de agua se impondrá y desequilibrará la balanza. En el caso del olivo, calculan que variedades como la llamada Nevadillo, que produce en la zona cordobesa de Sierra Morena, desaparecerá a finales de siglo porque las condiciones climáticas harán imposible su crecimiento. Cifran en un el 23,35% la pérdida de la producción para 2040 que sufrirá la provincia de Sevilla, y para el año 2100 esta cifra ascendería a casi el 30%. Como en muchos otros sectores, el cambio climático obligará al campo español a adaptarse o morir.