Es posible aunar lo mejor de las dos grandes propuestas para hacer frente al reto ecológico, siempre que el Green New Deal no se convierta en una careta gatopardista del capitalismo
En una operación de marketing político digna de estudio, Boris Johnson acaba de anunciar un New Deal de 5.500 millones de euros al grito de “Construir, construir, construir” y con un aclaratorio para sus feligreses: “No soy comunista”. Al resto, creo que no nos hacía falta semejante aclaración. Eso sí, que un conservador defensor del libre mercado se vea obligado a intervenir y mancillar con recetas keynesianas la sacrosanta ideología neoliberal puede asustar a más de uno en su parroquia. Porque, perdonadme, hay que pertenecer a una parroquia –la Iglesia del Perpetuo Crecimiento– para creerse que crecer eternamente se puede sostener de alguna manera en un planeta finito. O que la codiciosa mano invisible nos guiará hacia algo que no sea la destrucción de los ecosistemas y conflictos aún más crudos por los recursos restantes.
No hay más que mirar al flamante verano Ártico, para ver que eso de “construir mejor, construir más verde, construir más rápido”, como lema, igual no es muy creíble. Y de los irrisorios 5.500 millones de euros prometidos muchos ya estaban presupuestados. Así que más bien es un refrito de insignificantes old deals. Cosmética electoralista para parecerse a Roosevelt en la foto. Disfrazar las vergüenzas de su gestión a bandazos de la pandemia y su incomparecencia respecto a la emergencia climática. Apropiarse del término New deal y el maquillaje color verde son la tendencia política de moda. Que le pregunten a la Unión Europea y su propuesta para la transición energética que va a pilotar BlackRock.
Hablando de la Unión Europea, Angela Merkel vuelve trece años después a la presidencia rotativa del Consejo de la UE, que ejercerá durante los próximos meses en un momento crucial. Otra vez una gran crisis acecha, y será su gran despedida, ya que se retirará después de 16 años al frente del país más poderoso del bloque. Durante sus mandatos ha habido de todo, pero su imagen ha mejorado por la buena gestión de la pandemia, y parece haber entendido –cara a la galería al menos– que si quiere mantener el mercado único, que tanto beneficia a Alemania, ha de velar un poco por el bienestar de los países del sur de Europa. Tarde e insuficiente deben pensar en Grecia, y con razón, pero respecto a la emergencia climática más nos vale que no lo sea.
El frenazo en la economía ha acelerado debates sobre la necesidad de cambios en el sistema alimentario –el más que probable responsable del aumento de enfermedades zoonóticas–, y sobre cómo apresurar la conversión energética hacia las renovables y la descarbonización para hacer frente al enorme reto ecológico. En esas dos últimas temáticas sobresalen dos posturas que están protagonizando uno de esos debates condenados a trascender, Green New Deal o decrecimiento[1].
Expliquemos brevemente ambos términos: la propuesta de Green New Deal apela –haciéndose eco del New Deal de Roosevelt para salir de la Gran Depresión– a una serie de inversiones públicas que canalicen esfuerzos hacia la inevitable transición energética, basándose en una especie de neokeynesianismo verde. El principal problema es que está siendo cooptado por el Business As Usual (Mantener los negocios como siempre, el verdadero eje del mal) para hacer un lavado de cara del capitalismo y que realmente no cambie casi nada. Como en la propuesta de Blackrock, perdón, de la Unión Europea.
Green New Deal es un concepto en disputa, alegan sus defensores. Sí, pero no tenemos las de ganar. Y ni cuestiona el problema central de los límites del crecimiento, ni el mito del progreso. Su principal fortaleza es que es más asumible por el poder establecido, por lo tanto, más aplicable en una sociedad con una creciente conciencia ecologista que probablemente aumentará –véanse las teñidas de verde elecciones municipales francesas de hace unos días– proporcionalmente al ritmo que lo hagan las emisiones de gases de efecto invernadero y sus consecuencias en forma de desastres.
Por otro lado está la propuesta decrecentista, que, simplificando, pretende abandonar el PIB y alejarse definitivamente de la necesidad de crecer por imperativo. Que quede claro que lo ocurrido estos meses es una recesión, una crisis, pero no es decrecimiento. El decrecimiento se gestiona, se prepara y se planifica, no ocurre. Es un planteamiento redistributivo radical, bastante más lógico en un mundo que ya ha sobrepasado límites medioambientales muy peligrosos, terriblemente dependiente de recursos no renovables que se están agotando, y que vive en deuda perpetua con el futuro. Pero también es un camino más rupturista y abrupto. Y eso dificulta tanto su aceptación social como su aplicación. Salvo en Francia, en los países del primer mundo, que son los que más tienen que cambiar, sigue siendo bastante marginal. Sus defensores solemos ser activistas de base o académicos como el potente grupo que hay en la Universidad Autónoma de Barcelona. No hay partidos políticos que abanderen el decrecimiento y muy pocos que se atrevan a llevar siquiera la propuesta del Green New Deal sin caer en las argucias del greenwashing, pero desde Greta Thunberg –como recoge Manuel Casal Lodeiro en este imprescindible texto– hasta el Papa Francisco hace años, hay varias personalidades que han hablado sobre la inevitabilidad de decrecer. Cosa que reconocen también muchos defensores del Green New Deal en España, como Emilio Santiago Muiño o Héctor Tejero, a los que nadie puede negar que están intentándolo desde la compleja arena política, el terreno más embarrado, pero a la vez puede que el más crucial.
¿Y si aunamos lo mejor de dos propuestas, que, más que enfrentadas, están destinadas a entenderse y probablemente a solaparse? No vamos a convencer a suficiente gente en el primer mundo a tiempo de ir camino al inevitable decrecimiento de una manera ordenada y planificada, y no sabemos todavía bien –hay diferentes bosquejos teóricos bastante embrionarios, ya que es más fácil ver el camino erróneo que dibujar una ruta alternativa– cómo se tendría que gestionar una economía así. Pero sí sabemos que por muchas marcianadas que se le ocurran a multimillonarios como Musk o Bezos, es ineludible dirigirnos hacia un aterrizaje decrecentista de emergencia para el que aún no tenemos pista, más que hacia Marte. ¿Y si optamos por disputar el concepto Green New Deal –al menos hasta que sea aceptado por Estados Unidos y China, los verdaderos países a transformar velozmente–, y una vez ‘ganada o empatada’ esa batalla política y cultural, y una vez peleada su ejecución, ya planificamos cómo ir hacia una economía estacionaria o directamente decrecentista? Al menos lo haríamos sobre la base de una transición previa que nos permita ir avanzando, o mejor dicho, retrocediendo en dependencia de combustibles fósiles y emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Hay que tirar del freno de emergencia para poder cambiar el rumbo de la locomotora de la historia.
Que la pandemia esté sirviendo para desnudar las debilidades de la globalización puede ayudar en algo porque desvela el espejismo en el que hemos estado viviendo, disminuye el efecto del mito del progreso que adormece aún a muchas personas, y nos permite al menos, plantearnos otras vías. Vías que puedan ser democráticamente decididas, y sostenidas por la realidad física de nuestro planeta. Las dos partes son necesarias. Quizá una síntesis de lo mejor de las dos propuestas también lo sea. Sin olvidar que todo Green New Deal que no tienda hacia el decrecimiento obligatorio por los límites biofísicos del planeta será un simple disfraz gatopardista del capitalismo.