La pandemia, detonante y espejo de la crisis de salud pública

Fuente: CTXT

Necesitamos una marea de solidaridad conscientemente politizada, una continuada y amplia movilización popular, que exija al gobierno, y a una Unión Europea que mira para otro lado, un “plan Marshall sociosanitario”

La pandemia del coronavirus SARS-Cov-2 viene marcada por su letalidad, su transmisibilidad y su impacto sanitario. Aunque la capacidad letal del COVID-19 no es extremadamente alta (alrededor del 3 por ciento), es mucho mayor que la de la gripe (0,1 por ciento) y es más grave en los grupos de edad avanzados, personas con patologías previas y en las clases sociales, mujeres y grupos más frágiles.Su elevada contagiosidad (existente antes de tener síntomas y persistente tras padecer la enfermedad) se extiende entre la población de forma exponencial. ¿Qué ocurre al unir ambos factores? Hace varias décadas, el epidemiólogo británico Geoffrey Rose enseñó una paradoja de la salud pública: “Una gran cantidad de personas expuestas a un pequeño riesgo puede generar muchos más casos que una pequeña cantidad expuesta a un alto riesgo”. Así pues, aunque el riesgo individual de morir por el COVID-19 no sea alto, el número global de muertes puede ser muy elevado.

Además, aunque la mayor parte de casos se desarrollan en forma leve, el elevado número de enfermos genera muchos casos que precisan de atención, lo cual incrementa la posibilidad de colapsar los centros socio-sanitarios y crear una “medicina de la catástrofe”. Los pacientes se aglomeran en hospitales, los recursos escasean, se contrata personal adicional, se cancelan vacaciones, se solicitan más equipos de protección y atención, se habilitan salas especiales, se moviliza a médicos jubilados, estudiantes y recién titulados, se utilizan hospitales de campaña, se adaptan hoteles medicalizados… El cansancio hace mella en los profesionales socio-sanitarios, muchas personas caen enfermas. La presión aumenta, y muchos servicios ya no pueden atender adecuadamente a quienes lo necesitan acercándose a una situación temporal de tercermundialización de la sanidad pública, donde aparecen dilemas éticos sobre cómo y en quién actuar, quién puede vivir o morir, al igual que cotidianamente tiene lugar en países pobres con sistemas sanitarios públicos muy débiles o casi inexistentes, que pueden sufrir sobremanera la actual pandemia. Además, la pandemia está obligando a retrasar pruebas diagnósticas, operaciones quirúrgicas y atención no urgentes, a la vez que enlentece o dificulta en gran medida el poder tratar los numerosos procesos médicos y sanitarios habituales de carácter grave o muy grave, que siguen ocurriendo, y que la pandemia actual no debe hacernos olvidar.

Los ejemplos cotidianos de las dificultades sobrevenidas por la pandemia son incontables y pueden rastrearse con facilidad: desempleados de larga duración, trabajadoras pobres, menores subalimentados, mayores dependientes sin atención… y tantos más. Por ejemplo, los profesionales de la sanidad ponen en riesgo su salud trabajando en condiciones muy limitadas cuando no deplorables o críticas.

Como ha ocurrido en Italia, los profesionales se ven (o pueden verse) obligados a valorar el beneficio colectivo y a tomar decisiones según la gravedad de los casos que tienen enfrente. España se acerca a los 20.000 casos y las 1.000 muertes (20 de marzo). Cuando en los próximos días y semanas la cifra se multiplique, la presión asistencial será brutal y el riesgo para pacientes y profesionales, máximo, en un sistema ya prácticamente colapsado.

China y Corea

La historia de la salud pública muestra ejemplos de cuán difícil es controlar una pandemia, especialmente cuando la infección se propaga con rapidez, el conocimiento es limitado, no hay tratamiento ni vacunas efectivas, la incertidumbre y el temor social son elevados y no hay pautas muy claras de cómo actuar. En tales circunstancias, el seguimiento sistemático de los casos, la aplicación de pruebas diagnósticas adecuadas y la realización de ‘cuarentenas’ o el aislamiento de afectados es una de las pocas estrategias efectivas, tal y como ocurrió con la pandemia de gripe de 1918.Ante una situación de creciente deterioro, ¿qué modelo seguir? En el corto plazo, ¿cuál es la mejor estrategia para contener la epidemia y minimizar su impacto? El modelo autoritario chino, caracterizado por su alta coordinación y vigilancia y el control drástico de la población, es un modelo draconiano que se ha mostrado represivo pero efectivo.El modelo predictivo de Corea del Sur ha consistido en aplicar masivamente pruebas diagnósticas a cualquier persona con síntomas, utilizando rápidamente la cuarentena y el aislamiento de los sospechosos de estar contagiados, e incluso castigar legalmente a quienes se negaron a realizar las pruebas, como estrategias fundamentales.Esa aplicación sin embargo no ha sido el resultado de un capitalismo innovador, sino el uso de tecnologías y la colaboración público-privada coordinada por el gobierno.Las medidas de vigilancia y control aplicadas con rapidez y radicalidad en los países asiáticos han mostrado ser efectivas en el corto plazo, limitando la extensión e impacto de la epidemia gracias a una intervención masiva, basada en las experiencias previas y en utilizar recursos suficientes.Sin embargo, está por ver si estas medidas serán igualmente efectivas a largo plazo, ya que cabe la posibilidad de que se produzca un nuevo brote epidémico que obligue a mantener un nivel de control y vigilancia social muy elevado durante muchos meses. En ese sentido, varios expertos han recomendado la necesidad de realizar, a la vez y según cada contexto, múltiples intervenciones simultáneas y de forma continuada durante mucho tiempo hasta que se disponga de una vacuna que sea efectiva.

Reino Unido

El modelo economicista del Reino Unido es muy particular. Bajo la justificación de conseguir una difusión “moderada” del virus y una “inmunidad de grupo”,el objetivo explícito ha sido reducir la transmisibilidad del contagio y el implícito alterar lo menos posible el curso económico del business as usual. Distintos científicos han señalado lo arriesgado de una estrategia que puede comportar una mortalidad muy elevada entre la población, mientras que otros observadores apuntan a que el gobierno británico estaría practicando una política racista y “eugenésica” encubierta, dejando a las clases sociales más pobres en una situación de gran vulnerabilidad en un sistema sanitario crecientemente mercantilizado. La muerte de muchas personas sería por tanto el “precio a pagar” para proteger la economía del país y los intereses de las élites económicas. Ante el empeoramiento de la situación, el gobierno de Boris Johnson ha ido poco a poco cambiando su discurso y acción, aunque no de forma considerable. De modo parecido, en Estados Unidos, con una masa de población masivamente precarizada, baja protección social, y unos servicios sanitarios fundamentalmente privados, la estrategia neoliberal/fascista de Trump ha sido hasta ahora errática y, con gran probabilidad, criminal.

Al igual que Italia, España eligió un modelo de actuación gradualista. En ambos casos la acción ha sido tardía, errática y poco decidida, caracterizándose por su escasa anticipación y capacidad para valorar la evolución de la epidemia, y sin hacer suficiente caso a los científicos que advirtieron del peligro que se venía encima. Tras varios titubeos, el Gobierno se decidió a tomar medidas “urgentes”, aplicando un modelo centralizado y con el ejército desplegado en medio centenar de ciudades, pero incapaz sin embargo de coordinar una respuesta de salud pública suficientemente contundente. La falta de previsión (por ejemplo, en los equipos de protección y pruebas diagnósticas) y el “goteo” de acciones sanitarias, económicas y sociales para detener la pandemia tiene lugar en una situación cercana a una “economía de guerra”, con útiles medidas restrictivas de control, confinamiento y comunicación, pero limitadas e insuficientes para frenar la pandemia y paliar la enorme vulnerabilidad que padecen sobre todo los sectores populares y más vulnerables. Todo parece apuntar a que la ideología hegemónica neoliberal, junto a las presiones del poder económico, han jugado un importante papel en las prioridades seleccionadas: paliar el “frenazo” económico, para más tarde “revitalizar” la economía mediante una transferencia sin contrapartidas de capital público al sector privado, lo cual a medio plazo podría probablemente conllevar recortes y nuevas medidas de austeridad.

Tras China e Italia, España es ya el tercer país con más casos confirmados, con la tendencia de crecimiento más elevada del mundo. Ello significa que si se quiere evitar un desastre social y de salud pública, más allá de las discrepancias existentes entre los partidos de la coalición de gobierno, debe ponerse en marcha con urgencia un plan de choque social más ambicioso que el “escudo social” propuesto hasta el momento por el gobierno. Un plan que debe financiarse con la devolución de las ayudas recibidas por los bancos, un impuesto a las grandes fortunas y a las empresas tecnológicas, y la emisión de dinero en lugar de aumentar la deuda. Ese plan deberá contener la intervención de la sanidad privada para utilizar todos los recursos sanitarios en una situación grave de colapso, la moratoria del pago de alquileres, hipoteca y suministros básicos para los que pierdan sus ingresos, preservar los derechos laborales, impidiendo despidos e implantando una renta básica universal o una ‘renta de cuarentena’ mientras la población está en sus casas. A medio y largo plazo, además, debe realizarse una reforma fiscal que incida en una redistribución de la renta mucho más justa, un recorte del presupuesto militar y una tasa Tobin para los movimientos de capital financiero, todo lo cual deberá generar un fuerte incremento del gasto público, con la ampliación y refuerzo de los servicios sanitarios, sociales y el desarrollo de ayuda a las familias, personas dependientes y ancianos. Si años atrás un gobierno rescató a la banca regalándole 65.000 millones de euros, en una situación de emergencia aguda como la que vivimos pero que va a alargarse en el tiempo, este Gobierno debe ser capaz de rescatar a la población.

Además de su impacto sanitario y económico, la elección del modelo de acción a seguir ante la crisis es importante también a medio y largo plazo por varias razones. Primero, porque la pandemia tendrá una larga duración, lo cual pondrá a prueba la capacidad de resistencia del sistema sociosanitario y sus profesionales, lo que se añadirá a la tensión acumulada por una población confinada durante semanas o meses. Segundo, porque es más que probable que el SARS-CoV-2 haya llegado para quedarse, su presencia y extensión pueden ser recurrentes. Tercero, porque parece probable que puedan aparecer pandemias similares o incluso más graves que la actual. Cuarto, porque muchos países no tienen sistemas públicos preparados para hacerle frente. Si los países ricos deben robustecer sus sistemas sanitarios públicos, y en países como Estados Unidos el logro de un sistema de sanidad pública puede ser materia de seguridad nacional, los países pobres se enfrentan a un reto mayúsculo que sólo podrán vencer con un masivo fondo de ayuda internacional. Finalmente, porque las grandes limitaciones y déficits actuales de la Organización Mundial de la Salud ponen de relieve la urgente y vital necesidad de crear y desarrollar un potente sistema de salud pública global que haga frente a las nuevas amenazas sistémicas planetarias que tenemos por delante.

La crisis generada por el coronavirus es un detonante de una crisis global de salud pública, a la vez que un espejo que muestra descarnadamente otra realidad donde llueve sobre personas y territorios empapados. El aguacero de la pandemia cae sobre una sociedad ya inundada, con un ‘mercado laboral’ desregulado, precarizado y mercantilizado en extremo, con niveles de desigualdad y pobreza económica, habitacional y energética enormemente elevados, y con unos servicios públicos sanitarios y sociales debilitados y mercantilizados (durante lo que a veces se ha denominado la “década perdida” del sistema sanitario)] o insuficientemente desarrollados por lo que hace sobre todo a la protección de las familias, las escuelas de infancia y los servicios a personas mayores o dependientes, como reiteradamente ha mostrado Vicenç Navarro, en lo que Gaspar Llamazares denominó el ‘estado del medioestar’. En España, una de cada cuatro personas (el 30 por ciento en los menores) está en riesgo de pobreza y exclusión, más de la mitad de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes y el país gasta mucho menos que la media de la UE en protección social. El relator de la ONU, Philip Alston, ha señalado muy recientemente que España es un país quebrado entre una parte rica y próspera, y otra donde mucha gente vive al límite con dificultades para sobrevivir, para añadir: “He visitado lugares que sospecho que muchos españoles no reconocerían como parte de su país… barrios pobres con condiciones mucho peores que un campamento de refugiados”.

Ante unos servicios deficitarios y mercantilizados, muchos profesionales al límite de la resistencia sienten cansancio, miedo y desesperación, pero otros muchos reaccionan con compromiso y valentía, y las redes comunitarias y digitales se expanden por muchas partes generando vitalidad, solidaridad, orgullo y esperanza. A pesar de esos esfuerzos, las aún tímidas y limitadas políticas sociales puestas en marcha por un gobierno español (y autonómicos) intervenidos por el poder económico europeo auguran, incluso aunque la pandemia sea controlada, una catástrofe de salud pública y desigualdad al mismo tiempo. Aunque toda la población es vulnerable, unos grupos de población lo son más que otros, tanto en este momento como después de que pase la pandemia. Tras el ‘shock pandémico’ y después de que pase la grave situación actual de emergencia sociosanitaria, las clases populares serán una vez más las que pagarán y sufrirán más esta crisis. Tal y como ocurrió en la crisis de 2008, la Unión Europea está haciendo una política incapaz de responder a una emergencia global y de inequidad. La única posibilidad de que no sea así es que una marea de solidaridad conscientemente politizada, una continuada y amplia movilización popular, exija y fuerce al gobierno y a una Unión Europea que mira para otro lado, a un “plan Marshall sociosanitario” en favor del bien común. Un plan, ambicioso y de largo recorrido, que transforme la salud pública y la política fiscal, que expanda los servicios públicos, que condone la deuda pública generada por las políticas de la UE al tener que recurrir a la financiación bancaria privada impuesta por el BCE, que implante una renta básica universal, que de verdad cree un proceso de transición ecológica dirigido a un decrecimiento selectivo, y que nacionalice los servicios estratégicos fundamentales (energía, transporte, telecomunicaciones, banca), para así reducir la pobreza, la precarización, la desigualdad y la exclusión social. Sólo de ese modo parece posible revertir un modelo europeo neoliberal austericida implantado durante décadas, y que aún podría verse más reforzado por esta crisis de salud pública.