Qué podemos aprender bajo el abrazo de ‘Filomena’
En el momento en que escribo estas líneas, Filomena sigue presente al otro lado de la ventana. Ya ha pasado una semana desde que los primeros copos llenaron de ilusión las caras de muchos niños y niñas, pero la nieve, o el hielo, aún siguen ahí, bien visibles, como queriendo insistir en su mensaje. Mientras tanto, en las redes sociales, millones de documentos audiovisuales que retrataban la excepcionalidad quedan sepultados tras el peso insoportable de lo cotidiano, habida cuenta de que la inmediatez no entiende de eventos históricos. Pese a ello, en mi cabeza resuena una pregunta: ¿qué habría pensado mi yo de enero de 2020 al ver esa foto en la que una mascarilla quirúrgica oculta mi sonrisa y 50 centímetros de nieve han convertido toda la ciudad en una zona peatonal?
Estoy seguro de que la confluencia de dos colapsos provocados por fenómenos naturales en menos de un año sería una de las últimas opciones que se me ocurriría, y no precisamente porque esté poco concienciado con la crisis ecológica. La razón es que nos han educado para descartar de forma inmediata cualquier idea que se aleje de “lo normal” –es decir, que proyecte realidades diferentes al capitalismo neoliberal que todo lo empapa–, así que imaginar que “la normalidad” pueda verse suspendida con tanta rotundidad, en dos ocasiones tan seguidas y sin que el todopoderoso ser humano pueda imponer su modelo, escapa a nuestra comprensión. La buena noticia es que ya no tenemos que fantasear con ello, lo hemos vivido; la mala, que haberlo vivido puede significar que ya es demasiado tarde. Me vais a perdonar, pero esta vez voy a elegir el optimismo: podemos aprender muchísimo de lo ocurrido bajo el abrazo de Filomena.
Un fin de semana especial
Cualquiera que, viviendo en alguna de las zonas más afectadas por el temporal, haya puesto un pie fuera de su casa durante los días 8, 9 y 10 de enero, se habrá dado cuenta de que lo que estaba aconteciendo durante ese fin de semana fue muy, muy especial, y no solo por lo inusitado del clima. Las personas andaban –¡con sus piernas!– por las calles –¡por las propias calles, no por sus márgenes!–, las familias –las familias: niños, niñas ¡y adultos!– jugaban en los parques –los propios parques eran el juego, ¡así que cualquiera podía jugar!– y, ante la imposibilidad de producir y consumir en muchos sectores, las prisas se congelaron –literalmente– y dejaron paso a la vida.
Es posible que, tras lo ocurrido en los meses de marzo, abril y mayo, el frenazo en el inhumano ritmo de supervivencia haya pasado inadvertido para mucha gente, pero la nevada trajo consigo un aspecto que marca una diferencia abismal con el confinamiento pandémico: en este caso solo se redujo la movilidad de los vehículos motorizados. De pronto, comprobamos que podemos formar parte activa de nuestras ciudades, y que cualquier calle es mucho más bonita cuando lo que transita por ella son personas. El irritante alarido de los cláxones quedó sustituido por intercambios de trineos improvisados entre personas desconocidas y recomendaciones de lugares por los que hacerlos resbalar. De hecho, pese a las privativas restricciones de seguridad sanitaria, en los parques se respiró un sentimiento de comunión difícil de encontrar en la añorada época precovid.
Ese comunitarismo fue, precisamente, lo que volvió a salvarnos ante la ineptitud de la gestión gubernamental. Mientras algunos disfrutábamos del colapso, otras sufrían por no llegar a tiempo al hospital para dar a luz o por el peligro de no disponer de sus medicinas, así que las redes de apoyo mutuo que nos deleitaron en los meses más duros de encierro volvieron a tejerse a una velocidad de vértigo. La mujer que pudo seguir acudiendo a su trabajo esencial –no dejemos nunca de repetir este epíteto que nos regaló la covid-19– limpiando una urbanización gracias a la coordinación vecinal para cuidar a sus hijos, ahora ponía su coche, bien equipado para superar las condiciones adversas, a disposición de cualquier urgencia que necesitase de un traslado.
Y es que no podemos dejar que el gran peso de la vertiente recreativa de la nieve nos haga obviar su naturaleza peligrosa: está fría –muy fría– y su aparición se debe a un clima gélido–muy gélido–.
“No dejaremos a ningún dogma neoliberal atrás”
Los integrantes del Gobierno debían estar eufóricos por poder recorrer la Castellana en trineo y pasear por las calles de Guadalajara con sus esquís, porque se les olvidó la parte del frío; el mismo día que Filomena dio las primeras muestras de la que se nos venía encima, los medios informaron sobre una brusca subida en los precios de la luz, que se iba a convertir en un bien aún más prohibitivo en el peor de los momentos. De no ser por lo ensimismados que, imagino, estarían en el Ejecutivo mientras se calzaban sus botas de snowboard, me atrevería a decir que permitir esto en pleno temporal, y con una pobreza energética tan bestial como la que atraviesa a las clases trabajadoras españolas, se acerca demasiado a la definición de crimen de Estado.
Desde el electorado progresista muchas voces clamaron incrédulas por lo que, en la práctica, supone certificar que el Gobierno más a la izquierda en las últimas ocho décadas va a mantener los preceptos neoliberales más crueles por encima del interés general en su escala de prioridades. Menos mal que no se iba a dejar a nadie atrás.
El lamentable silencio inicial dio paso a explicaciones falaces y excusas sangrantes antes de solidificar en el enésimo choque entre el inmovilismo patológico del PSOE y el discurso –hasta ahora, discurso y poco más– transformador de Unidas Podemos. Si bien este tipo de desencuentros son necesarios para que la política avance, es imprescindible excavar más allá y poner la mirada en lo que hay detrás: hasta que no se derroque el régimen capitalista del beneficio económico perpetuo, seguiremos muriendo miserablemente en las calles, y la aristocracia política no hará nada para cambiar el modelo a menos que se vea obligada a ello. Hoy son personas de zonas marginales, como la Cañada Real, las que enferman y fallecen de puro frío, mañana será el grueso de la clase trabajadora; después vendrá la falta de ciertos alimentos, y la escalada no dejará de comernos terreno. Dejo por aquí una pista de hasta dónde están dispuestos a llegar: el agua, ese elemento sobre el que se erige la vida misma, cotiza en bolsa desde el pasado mes de diciembre. No es el futuro, es el pasado.
El Capitolio está aquí al lado
Entre fotos que inmortalizaban el mismo manto blanco en diversas localizaciones y vídeos que daban fe de que cualquier cosa en la que quepa el trasero puede convertir las interminables cuestas toledanas en un divertimento también infinito, las (ultra)derechas españolas atisbaron eso que mueve la práctica totalidad de su acción política: sufrimiento, indignación e incluso alguna víctima mortal. Y allá que fueron.
Los gurús de la “colaboración público-privada” –entendiendo colaborar como sinónimo de devorar– dejaron a un lado su tarea de colgar al Gobierno la etiqueta de “socialcomunista” para dedicarse, en cuerpo y alma, a airear todas aquellas veces en las que Iglesias, Sánchez o cualquier otro miembro de la coalición mostraron su indignación ante encarecimientos similares del suministro eléctrico en legislaturas del PP. Lo curioso es que la mayoría de esos discursos se vertebraban en torno a una petición –más o menos explícita, según el caso– de intervención estatal en el mercado energético. ¿Están las (ultra)derechas pidiendo a PSOE y Unidas Podemos que se dejen de tibiezas e inmovilismos y hagan políticas de izquierda?
La brusquedad con la que se llevó a cabo este giro de 180 grados provocó un decalaje que dio buena cuenta de la ausencia total de asideros argumentales en las peroratas diestras. Personalidades de la talla de Teodoro García Egea marcaban la línea a seguir por sus secuaces, incidiendo en la incapacidad del Gobierno de proteger a las familias más desfavorecidas frente a los intereses privados, y, de forma simultánea, Isabel Díaz Ayuso aprovechaba esa misma vulnerabilidad para convertir su despacho de presidenta autonómica en una marquesina publicitaria para empresas como El Corte Inglés.
Instrumentalizar la falta de agallas del equipo de gobierno para llevar a cabo sus promesas y, a la vez, advertir de que sus políticas están diseñadas para acabar con el orden constitucional e instaurar un régimen comunista es, como poco, un disparate que alcanza niveles de contradicción difícilmente equiparables con nada; excepto si lo sacamos del ámbito político y lo enmarcamos en esa nueva forma de atraer votos que desvincula, de forma radical, las argumentaciones de la realidad a la que aluden: la posverdad. Pero no fue lo más surrealista del fin de semana filoménico.
Cuando pensábamos que la conspiranoia negacionista no podía ofrecernos más sorpresas, una servicial ciudadana tuvo el arrojo de dejar a un lado el gorrito de papel de aluminio, encender su dispositivo de grabación ultraprotegido contra el 5G y demostrar a las masas dormidas que aquello que caía del cielo, se posaba en nuestra ropa y nos iba empapando poco a poco, era plástico: “una mierda que nos mandan”, en lenguaje técnico.
Todo ello estaba aconteciendo solo unos días después de que otro negacionismo –el electoral– coronase cuatro años de posverdad sin complejos con un intento de golpe de Estado en la “modélica” democracia estadounidense.
Que uno de los despliegues más atrevidos de posverdad por parte de los partidos españoles en la oposición coincida con el hilarante vídeo de la nieve falsa, y ambos ocurran justo después del culmen de la deriva sociopolítica encabezada por uno de los máximos referentes de la desinformación y el negacionismo, no es fruto del azar. La furiosa indignación del Partido Popular ante el resultado de su propia privatización del mercado energético tiene la misma conexión con la realidad que la afirmación sobre la tormenta de plástico; y ambas coinciden, en ese aspecto, con la certeza de Trump acerca de la manipulación de las elecciones.
Lo que viene
Esquí de fondo con mascarilla y distancia de seguridad interpersonal en plena estepa manchega, mientras algunos se cuestionan que la nieve sea real y la televisión muestra a una turba de dementes ataviados con pieles y cuernos, alentados por el presidente de los EE.UU. en pleno asalto al Capitolio de Washington D.C. Ya no es 2020, pero nuestra realidad se sigue viendo dinamitada con fenómenos que no alcanzamos a comprender. Y no es casualidad.
El Diccionario de la Lengua Española de la RAE define casualidad como “combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar” y, por mucho que sorprenda al ciudadano medio, tanto el peligro de propagación de virus procedentes de ciertas especies animales como la llegada de eventos climáticos extremos forman parte de una extensa batería de advertencias que llevan mucho tiempo luchando por esquivar el negacionismo imperante en los sectores mediático y político. Se previeron y se pudieron evitar. Exactamente igual que ocurre con las consecuencias de la antipolítica, la posverdad y la instrumentalización del odio como única estrategia discursiva. Previstas y evitables.
Descartado el argumento de la coincidencia azarosa, podemos identificar estos eventos como resortes defensivos del planeta y las sociedades que atestiguan que, efectivamente, ya hemos llegado demasiado lejos en nuestra escalada destructiva. El colapso de lo que conocemos como “normalidad” indica que solo hay un camino correcto, y es hacia atrás: el decrecimiento. Si seguimos adelante, desapareceremos, y todo mantendrá su curso sin inmutarse un ápice. Quizá sería el final perfecto para una historia de arrogancia patológica como la del ser humano, pero, por suerte, esto no es una novela.
La imagen de ciudades vacías de coches y la electricidad convirtiéndose en un bien inaccesible para muchas familias son dos caras de la misma moneda. La urgente transición a las renovables implicará, de forma irremediable, una reducción de la producción y el consumo de energía, puesto que el rendimiento energético actual está solo al alcance de los combustibles fósiles. El modelo neoliberal de gestión político-económica ha desembocado en un incremento exponencial de las desigualdades, incluso durante épocas de bonanza en las que la cantidad de bienes disponibles no paraba de aumentar. Así, si no se cambia el paradigma de forma radical, lo que ocurrirá cuando el inminente descenso de los recursos se haga palpable es fácilmente previsible: las clases privilegiadas seguirán acaparando y las mayorías sociales se verán obligadas a matar o morir por las migajas. La similitud de estas imágenes con cualquier distopía juvenil pueden restarle verosimilitud, pero solo hay que observar lo que está pasando con el agua en países como la India, donde tan solo unos kilómetros separan un hotel de lujo con lago y campo de golf de las colas desesperadas de personas que claman por un trago del líquido elemento, para comprender que la realidad ya está superando a la ficción.
De vuelta en la metáfora de la moneda, podemos elegir tomar las riendas y construir un decrecimiento justo en el que, entre otras cosas, nos apropiemos de nuestras ciudades y establezcamos lo local, lo cercano, como forma de vida; o ser observadores pasivos que ven evaporarse sus derechos más básicos. Cualquiera de las dos caras va a suponer una disrupción traumática de esa “normalidad” que 2020 ha comenzado a despedazar, pero por suerte hemos comprobado que la acción popular es capaz de hacernos superar todo tipo de tragos.
Elegir entre decrecimiento o barbarie será mucho más duro que el peor temporal en mitad de una pandemia, y la posverdad se empleará a fondo para convencernos de que no somos nosotras quienes debemos lanzar la moneda que decantará nuestras vidas, así que ya podemos ir organizándonos.