La ciudad como «el hogar público»: imaginando la urbe del futuro que resista ante la pandemia y su recesión

Fuente: INFOLIBRE

Cinco profesionales de la arquitectura, el urbanismo y la movilidad responden: ¿cómo deberían ser los núcleos urbanos a partir de ahora?. La pandemia ha puesto de relieve la necesidad de grandes ciudades resilientes y saludables, que rebajen el impacto de un virus mientras mejoran la calidad de vida. Las recetas: más barrio y menos individualismo, más peatón y menos coche, más espacios para compartir y menos para contaminar

«Todos tenemos nuestra casa, que es el hogar privado; y la ciudad, que es el hogar público». La frase es del ex alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván. Resume bien la labor de una corporación municipal que peatonalizó la Puerta del Sol. Cerrar el paso a los coches es un tipo de intervención urbanística que, años después de la iniciativa, suele asumirse como natural, hegemónica y de sentido común, aunque levantara revuelo al principio.

Ya nadie se imagina la Puerta del Sol como rotonda. Pero la sustitución del asfalto por el adoquín no es la única manera de convertir las ciudades en espacios destinados a lo común en vez de a lo privado, pensadas para convertir y para disfrutar y no para impulsar la especulación, la contaminación atmosférica y la desigualdad. Y la emergencia sanitaria, social y económica otorga más sentido al objetivo de conseguir grandes urbes que sean, ante todo, saludables.

infoLibre ha preguntado a cinco profesionales relacionados con la arquitectura, el urbanismo y la movilidad cómo se imaginan que será la ciudad del futuro. O, más bien, cómo desean que sea. El debate nunca se había ido, pero ahora es más pertinente que nunca. Hemos vivido cambios muy disruptivos en un margen de tiempo muy escaso. Madrid, Barcelona, València o Sevilla se han vaciado de coches. Hemos invadido mediante el paseo el espacio originalmente destinado a las cuatro ruedas. Conocemos mejor ahora nuestros barrios y a nuestros vecinos, tanto los del mismo portal como los de enfrente, conectados por un aplauso. Hemos desplegado redes de solidaridad para paliar las limitaciones del confinamiento, el impacto económico y la vulnerabilidad de nuestros mayores. Muchos han descubierto el placer de la bicicleta ante la ausencia del peligro por el tráfico rodado.

La pregunta es cuáles de esos cambios deberían quedarse para siempre si queremos construir ciudades mejores. No solo más preparadas para surfear la ola de la recesión: también para mirar sin tanto miedo a la próxima pandemia.

El poder sanador de los barrios: «Los pobres tienen algo que los ricos no tienen, una red social»

Durante el confinamiento y la desescalada muchos han llegado andando a partes de su distrito que desconocían, acostumbrados al trayecto del trabajo a casa. Los vecinos, muchas veces desconocidos, se han encontrado: y han proliferado iniciativas tanto individuales como comunitarias para echar una mano a los mayores con la compra o repartir alimentos entre los más necesitados y golpeados por la crisis, generalmente en los barrios de menos renta. Para Patricia Leandro, arquitecta, urbanista y consultora en salud urbana, estas iniciativas deberían convertirse en permanentes para construir barrios más «resilientes» ante lo que esté por venir.

La crisis del coronavirus es también cuestión de clases. Cuesta afrontarla teniendo que ir a trabajar en metro todos los días a cambio del salario mínimo: cuesta abordar el confinamiento en un piso de apenas 40 metros cuadrados en un barrio superpoblado. «Pero los barrios pobres tienen algo que las clases altas no tienen: una red social. Hay una expresión de estos días que está mal dicha: no es distanciamiento social, es físico. Social, no. Nos necesitamos los unos a los otros», opina Leandro. Las iniciativas solidarias que se han vivido no tendrían que ser puntuales o movidas solo por la necesidad, explica: ¿por qué no las hacemos rutina?

Está de moda un concepto muy abanderado por la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, consistente en ciudades «de quince minutos»: donde puedas satisfacer las necesidades de ocio, sociales, personales, profesionales y educativas mediante desplazamientos muy cortos desde el propio domicilio, a pie o en bicicleta. Los objetivos son múltiples: estrechar lazos de barrio, reducir las emisiones de CO2 y de NOx, ganar tiempo y salud, revitalizar los comercios de proximidad. No es nuevo, apunta el sociólogo especializado en ciudades y transición ecosocial José Luis Kois Casadevante: desde hace décadas se manejan conceptos similares que vuelven en operaciones de «marketing urbano».

Pero las viejas recetas son, muchas veces, las más efectivas. «En la primera película de cine de la historia, La salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon, salen varios trabajadores en bicicleta», recuerda Casadevante. No hace falta una revolución en cada distrito, sino una vuelta a modos de vida más sencillos y más seguros ante una pandemia. Leandro los tiene en la cabeza: imagina, en caso de rebrote, «un confinamiento no total, sino parcial, donde la economía local subsista, que pueda abrir con las condiciones higiénicas y de distanciamiento necesarias, pero que siga el día a día. Que las políticas de barrio, que las asociaciones, tengan vida. Es un entramado que se puede hacer».

Casadevante añade, además, que los muchas veces ridiculizados huertos urbanos son una herramienta poderosa para alcanzar la «soberanía alimentaria», paliar las dolorosas colas para obtener comida en los barrios más pobres y golpeados por el covid-19 y generar nuevas relaciones y sentimientos de comunidad. El sociólogo, que lleva años estudiando la agricultura urbana, defiende «repensar las políticas alimentarias», que dependen de cadenas de suministro altas en emisiones y de, evidentemente, tener trabajo y dinero. Más allá de concebir «huertos urbanos como meras estrategias de ocio», el experto defiende espacios de emergencia, donde tengan prioridad las familias vulnerables para cultivar sus propias verduras. De paso, se mejoraría la alimentación de unos sectores habitualmente castigados por los malos hábitos.

Otro diseño para la ciudad: «Frente a la cirugía, la acupuntura»

Las ciudades han cambiado en los últimos siglos para hacer frente a epidemias y otros problemas de salud pública. No solo a nivel hiperlocal, también con grandes intervenciones urbanísticas que abrieron avenidas, instalaron zonas verdes y desahogaron las zonas más pobres, hacinadas e insalubres. Los brotes de cólera, por ejemplo, han sido habituales en la historia de Barcelona. «Al principio, la Salud Pública y la Arquitectura iban siempre de la mano», explica Leandro. «Hubo pandemias en las que trabajaron juntas. En París se abrieron muchas calles», llevados también por el miedo: se desconocía cómo se transmitían las enfermedades más contagiosas. A principios del siglo XX estaba en boga la teoría miasmática de la enfermedad, que sostenía que este tipo de dolencias eran provocadas por los malos olores, por lo que los barrios más humildes y con peores condiciones higiénicas se pusieron en el punto de mira.

En los últimos tiempos, la Salud Pública se ha desligado de la Arquitectura, «y es el momento de volverla a unir», defiende Leandro. Casadevante, sin embargo, no es partidario de grandes intervenciones como las del XX: prefiere la «acupuntura» a la «cirugía» para sanar a un cuerpo herido como el de la ciudad moderna. Apuesta por dejar más espacio al paseante, al peatón y al ciclista retirando el papel de absoluto protagonista al coche y enfrentándose al «lobby automovilístico». Las aceras estrechas son un problema de salud pública, como ya lo era la contaminación atmosférica que agrava patologías respiratorias y que se alía con el covid-19 para elevar la mortalidad de las grandes urbes. «No creo que hagan falta grandes operaciones muy costosas y muy agresivas con el entorno construido, que además solían incidir sobre los barrios populares», considera.

Otros, sin embargo, sí apuestan por grandes transformaciones. Es el caso del geógrafo y urbanista del Colegio de Arquitectura de Madrid Antonio Giraldo, que este viernes publicó un hilo en Twitter con una idea rupturista: eliminar un tramo la M30, el anillo de circunvalación de la capital española, y convertir la zona en un gran espacio verde. Ya tenía sentido antes de la pandemia y ahora lo tiene más, explica a infoLibre: «Estamos entrando de lleno al mundo del teletrabajo, al que nos hemos tenido que agarrar a la fuerza. Y hay costumbres que tendremos que mantener. Por ello pasa que los espacios libres sean más amplios, que se intenten recortar distancias, que no todo sea desplazamiento».

El proyecto de Giraldo calcula entre ocho y diez años para una operación macrourbanística, pero con mucho menos coste que otras grandes intervenciones. Busca aprovechar el trazado del arroyo del Abroñigal, que fue canalizado y soterrado para construir la gran autovía. La transformación requeriría una fuerte inversión para redirigir todo el tráfico que a día de hoy soporta la M30, pero no solo se trata, explica, de quitar coches y añadir peatones: también es cuestión de corregir las desigualdades que provoca, a su juicio, una carretera que divide a la Madrid pobre, de extrarradio, de la Madrid rica, generando una cicatriz en base a la renta.

«Esto levantaría muchas opiniones en contra, pero de gente a la que no le afecta directamente, gente que no vive allí», opina. Los vecinos del tramo este de la M30 vivirían mejor sin una autovía que genera contaminación y ruido y que les separa físicamente de otras zonas contiguas. «No es solo liberar ese espacio, sino de hacer un cambio de inflexión en el modelo de ciudad», muy dependiente del vehículo privado y con amplias desigualdades. «¿Qué pasaría si quitáramos la M30, se nos caería la ciudad? Yo creo que no. Son tareas muy grandes. Pero se explica y se promueven otras formas de desplazamiento, no lo veo tan descabellado».

La oportunidad de la movilidad sostenible: «Una ciudad ciclista es cuando nadie se define como ciclista»

Lo que es bueno para combatir una pandemia (menos coches, espacios más amplios, menos desplazamientos, la vida sencilla y baja en emisiones de los barrios) es bueno para combatir el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y otros retos medioambientales que acechan a la vuelta de la esquina. Pasa también con la movilidad, factor vital para cualquier gran transformación urbana. Todas las modificaciones propuestas requieren destronar al coche como el rey de la gran ciudad: para dar más espacio físico al paseo, para reducir la contaminación atmosférica que agrava las enfermedades respiratorias como el covid-19 y para crear lugares donde se puedan tejer las relaciones sociales entre vecinos que generen resiliencia.

En este contexto, la bicicleta está ganando enteros como el vehículo privado perfecto para una pandemia: sostenible, seguro a nivel epidemiológico y algo menos peligroso en las grandes ciudades dado el descenso del tráfico rodado de los últimos meses. Los usuarios de las bicicletas compartidas se disparan y los talleres no dan abasto. ¿Es un impulso suficiente? «Estamos en una fase de mucha incertidumbre», valora Miguel Álvarez, consultor de innovación en movilidad urbana. Depende de lo que pase en los próximos meses.

«No se puede descartar que en septiembre esto se acabe y hayamos pasado una pesadilla. Pero es posible que si tenemos rebrotes entremos en una fase de un año o dos, con esta tensión informativa, y las restricciones puedan entrar o salir». El segundo escenario, menos apetecible, es el más favorable para la movilidad sostenible desde el punto de vista político, considera: los gobernantes más reacios se verían obligados a convertir lo provisional en definitivo.

Para esta transformación, favorecida por la necesidad de más espacio público –y menos privado–, parten con ventaja las ciudades que ya contaban con una red ciclista más que anecdótica. Hay urbes españolas que han hecho los deberes y para las que les será más fácil redoblar la apuesta: Barcelona, Sevilla y València, por ejemplo. «Tienen un reparto modal de la bicicleta que no es residual. El esqueleto está puesto. Ahí la bicicleta tiene mucho más que hacer», asegura Álvarez. El objetivo final es la utopía que se vive en algunos países del norte de Europa: que coger la bicicleta sea un gesto normal y no un privilegio de quien no le teme a nada. «Una ciudad ciclista es cuando nadie se define como ciclista», explica.

El consultor y autor del blog Nación Rotonda es, sin embargo, escéptico con las voces que buscan cambiar las grandes ciudades de un día para otro, sacando del armario la máquina de imprimir aceras. No es tan fácil. «Estamos en una fase de proyectar nuestros deseos y nuestros miedos. Puede ser más complejo y más conflictivo. Sobre todo, si está todo por hacer». No se puede sacar al coche de las calles con un bando municipal, cortando de raíz las opciones de movilidad de miles de personas. Hay que ir dando pasos: añadir aparcamientos en la periferia y retirándolos del centro, ordenar la oferta de movilidad compartida, sacar plazas de parking de los barrios con las aceras más estrechas y llevándolos a otros espacios donde no molesten tanto, propone el experto… y reforzando y adaptando la oferta de transporte público, de la cual ninguna ciudad grande puede prescindir, para combatir el miedo al contagio.

Esta época que nos ha tocado vivir, considera Álvarez, es una oportunidad para la movilidad sostenible –por la necesidad visible de ampliar lo público y sostenible en detrimento de lo privado y sucio-, pero puede ser un arma de doble filo plantear una pandemia que se ha llevado por delante miles de vidas como algo positivo. Es el peligro que corren los activistas medioambientales a ser percibidos como antisociales. «Es un elemento de distorsión. Ciertas voces ecologistas se alegran de que ya no haya contaminación». Y entiende la posible respuesta: «Estoy perdiendo el trabajo, no sé si voy a perder la casa. ¿Desde qué situación de privilegio te atreves a decir que qué bien?».

La batalla, como cualquier batalla política, es de trincheras, y se avanza poco a poco.

Las nuevas viviendas de la nueva normalidad: «Hay que dignificar algunas cosas, trabajar el respeto al humilde»

La vivienda ha marcado en buena parte la diferencia entre un confinamiento agradable –o, al menos, soportable– y un infierno. Evitar la transmisión descontrolada de un agente infeccioso es mucho más complicado para quien ha tenido que pasar casi dos meses en pisos pequeños, mal aislados, sin luz o sin terraza. ¿Puede la arquitectura ayudar a desvincular la baja renta a una casa demasiado pequeña para quedarse en ella?

Es difícil transformar en el medio plazo el tejido residencial de una gran ciudad, explica Leandro. Pero sí hay políticas públicas que buscan combatir la proliferación de espacios habitacionales demasiado estrechos y a precios prohibitivos, azuzados por la burbuja del alquiler. «Hemos sufrido políticas en las que se ha reducido la superficie mínima en la que se puede vivir a 40 metros cuadrados, y Ayuntamientos que aumentaron esos metros cuadrados. La especulación presionó mucho en España. Ahora también se puede hacer», considera la arquitecta.

El arquitecto del Colegio de Arquitectos de Barcelona Toni Solanas se define, en conversación con infoLibre, como un absoluto opositor a crear más viviendas. «En las últimas décadas se ha producido una aceptación social de la especulación como forma de vida», y la creación incesante de nuevos edificios a pesar de que, considera, no hacen falta, teniendo en cuenta los datos demográficos y de natalidad. No cree en un modelo de crecimiento infinito, porque los límites del planeta y sus recursos lo impiden. En su lugar, apunta a «dignificar algunas cosas, trabajar el respeto al humilde», también desde su oficio: implantando un programa público de reformas que cree terrazas y ventanales donde antes no los había. «Está demostrado que mejoran la calidad de vida», con o sin confinamiento.

En caso de que se considere necesario edificar más, Solanas apuesta por el modelo conocido como cohousing: viviendas que cuenten con espacios comunitarios, más que compartidos. Un sistema que fomenta la colaboración continua y real entre vecinos, estableciendo servicios comunes. Por ejemplo: «un comedor comunitario. Te puedes apuntar, siempre con cuatro o cinco días de antelación. Y una vez al mes eres el responsable de cocinar para los que se habían apuntado», explica el arquitecto. Este tipo de proyectos ya existen, aunque más pensados para clases medias y altas. El objetivo es en generalizarlo, y que el diseño de las nuevas casas del futuro fomente un barrio más conectado y menos individualista.

Giraldo no coincide en que no sean necesarias más viviendas, teniendo en cuenta el contexto de la capital, Madrid, y de otras grandes ciudades: siguen registrando un aumento continuo de su población, en parte derivado del abandono del medio rural y de la situación de desventaja de la periferia. «Que faltan viviendas en Madrid es un hecho», defiende. Y no es que no se construyan. «En Madrid Nuevo Norte van a poner 50.000 viviendas en venta. ¿Pero responden a la demanda de la ciudad? No faltan casas a ese precio, faltan casas a un precio diferente». Su proyecto para verderizar la M30 está acompañado de un gran esfuerzo para crear vivienda protegida, empezando por el sur más pobre, para facilitar el cierre de la brecha que genera la autovía. Estos edificios tendrían, imagina Giraldo, una ubicación privilegiada: al lado del que sería uno de los espacios verdes más grandes del continente.

«No solo afecta el interior, también el exterior», resume Leandro. Cualquier vivienda es mejor si está cerca de espacios donde poder pasear sin miedo al contagio, relacionarse con otros vecinos, reír, disfrutar, comprar, trabajar y respirar aire limpio.

El reto es impresionante. A estas alturas del texto, el lector habrá pensado en varias ocasiones: «¿Pero eso se puede hacer?». Hay fuerzas muy poderosas (políticas, económicas, sociales) que avanzan en la dirección contraria. Casadevante, en ese sentido, defiende «el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad». «Hay una parte muy política en esta apuesta por el modelo de la ciudad. Hay que conseguir que la propia ciudad las desee y se movilice por defenderlas, generar un cambio de imaginarios culturales».

El optimismo, explica, «nos lo da en la manera en la que nos implicamos en los procesos de transformación». Los activistas que buscan una mejor Madrid, una mejor Barcelona, una mejor Zaragoza, una mejor Bilbao… se motivan y empiezan a creer que es posible cuando trabajan, cuando se conocen y ven que no están solos, cuando se abren brechas predispuestas a la movilización. Casadevante defiende que hay que vender la transformación no desde un prisma del «sacrificio», sino desde una perspectiva que muestre «todas las bondades de una ciudad que haya completado la transición». Núcleos saludables, resilientes, alegres, limpios, sostenibles y humanos.