Piensa en verde no es solo un anuncio de cervezas

Fuente: CTXT

¿Nos arrastra el determinismo ecológico a la desilusión? Si perdemos la capacidad de imaginar de forma honesta horizontes mejores, no habrá lucha social posible

“El hombrecito del traje gris”, un cuento de finales de los 70 de Fernando Alonso, es un canto a la imaginación. El protagonista es un hombre discreto que lleva una vida mecánica y aburrida. Su apariencia exterior sombría no delata el arcoíris que vive confinado en su interior hasta que un día saca toda esa vitalidad larvada a lo largo del tiempo en su pecho, en forma de canto a la vida. Quema sus trajes grises y pasa a la acción: le espera una vida de color que hasta entonces había vivido solo en su imaginación.

Cuando se hacen propuestas para transitar a un mundo justo y sostenible se hacen muy evidentes aquellas que tienen que ver con las condiciones materiales de la vida, lastradas por el desigual uso y abuso de los bienes comunes. Se necesitan cambios estructurales que transformen de forma radical los modelos agroalimentario, energético o de transporte de personas y mercancías, como también hay que repensar el destino que se da a los diferentes recursos de que disponemos. Sabemos, además, que hacerlo con equidad requiere cuestionar y desarticular todos los ejes de dominación: no hay sostenibilidad posible sin justicia, ni viceversa.

Sin ignorar estas barreras fundamentales que son más tangibles, es importante resaltar el papel que juegan los imaginarios en las posibilidades de cambio. Existen propuestas desde los diferentes ámbitos del conocimiento y la práctica para realizar los cambios profundos que la actual crisis ecosocial exige. Es más, muchas de ellas son realidad y no se ciñen solo a pequeñas acciones de la vida cotidiana, sino que también tienen que ver con propuestas macro, como la desaparición del carbón de nuestra matriz energética o la firma de determinados acuerdos internacionales. Sin embargo, no sólo no son suficientes; sino que el peso en la balanza de quienes acrecientan la crisis sigue siendo mucho mayor. Es evidente que existe un reparto desigual de fuerzas y que juegan muy sucio. Ni siquiera podemos afirmar con seguridad que “somos más”, porque el número de personas que no participa de este sueño por un mundo mejor es enorme. Ello se debe a múltiples razones, y no todas son fáciles de comprender.

Nos cuesta menos imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo

Cuestionar la estructura y el sistema económico que alimentan la desigualdad y el ecocidio nos lleva siempre a una capa menos evidente: la cultural, la de los valores, la de las creencias. No podremos derribar las injusticias sociales y ecológicas si no se derriba primero el sistema de valores que los sustenta. Una frase atribuída a Fredric Jameson asegura que “nos cuesta menos imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. En cierto modo, la cita de Jameson refleja un conformismo social que existe a pesar de que las condiciones materiales de sostenimiento de la vida son precarias. Desde luego, los factores que impiden el cambio son sistémicos y estructurales, y se sostienen gracias a la dominación. Pero también es verdad que culturalmente están fuertemente arraigados y nos sobrevuela el mensaje de que no podemos cambiar el mundo en que vivimos. Tal es la inercia del gran sistema que lo mueve, que parece que escapa a nuestras posibilidades de acción. La incapacidad para imaginar nuevos futuros se convierte así en uno de los muros más infranqueables.

Podemos coger cualquier esfera de la vida para constatar que la tónica general es de una cierta falta de imaginación. Si se observa el diseño actual de las ciudades, su desarrollo urbanístico, las casas que se construyen,… en todas el mismo patrón, los mismos edificios, el mismo parque con columpios y un trozo de césped. Con suerte habrá un poco de eficiencia energética aquí, un carril bici allá; pero nunca se imagina, y mucho menos traslada a la práctica, un bosquecillo al lado de las casas o un espacio común diferente e ilusionante.

Las mujeres Chipko se enfrentaron a las madereras y se convirtieron en un referente del ecofeminismo. Donde ellas veían leña para calentarse y cocinar, sombra para los días de calor, materiales para sus casas,… otros solo veían metros cúbicos de madera y beneficio económico. En el mismo sentido habla Arundathi Roy en “Mr Chidambaram’s War” de unas montañas de bauxita existentes en la región de Odisha (India). Mientras que los geólogos solo eran capaces de ver el mineral que debe ser extraído, quienes habitan en la zona vieron un tanque de agua en forma de piedra porosa que ha retenido las lluvias del monzón durante siglos. El problema para Roy es que hemos dejado de ser capaces de imaginar un horizonte en el que la bauxita se queda en la montaña. Preservar esa imaginación es el primer paso para enfrentar a las compañías que quieren extraerla.

Lo estamos viendo en estos tiempos de pandemia con la dicotomía “economía frente a salud”, que nos evoca a otra vieja conocida, la dicotomía “economía frente medio ambiente”. Hace menos de un año, en la primera ola del virus, Dan Patrick, vicegobernador de Texas (EE.UU.), propuso que las personas mayores sacrificaran su vida en favor de las nuevas generaciones. Aunque en realidad quería decir, en favor de la economía y del sistema (el único, el hegemónico, el capitalista). Cualquier cosa es aceptable antes que la idea de un mundo en el que se para la maquinaria. La izquierda también se ve afectada por la incapacidad de atreverse a lanzar propuestas innovadoras. En no pocas ocasiones se aferra a propuestas que no solo se han quedado obsoletas, sino que ni llegan a ser parches a un problema que mira más allá del corto plazo.

No sería la primera vez

La capacidad de autoorganización colectiva demostrada desde la primera ola de la pandemia para no dejar a nadie atrás, desafió la falta de respuesta de las estructuras oficiales ante la emergencia social; las vecinas fueron capaces de llenar ese vacío gubernamental e imaginar –y por tanto, organizar y llevar a cabo– sistemas de autogestión que, en un contexto de “normalidad”, lo hubieran tenido mucho más difícil para sortear la alienación..

Y lo hemos visto otras veces: el 29 de octubre de 2012 el huracán Sandy impactó contra el área metropolitana de Nueva York. Quedó sumida en la oscuridad, excepto un edificio… la sede del banco de inversiones Goldman Sachs. Sacos de arena y un enorme generador, estaban preparados. El gobernador del Estado envió 61.000 soldados, que además de limpiar escombros y repartir agua y alimentos tuvieron entre sus tareas controlar a la población, proteger las gasolineras y prevenir los saqueos. Pero mientras las autoridades solo imaginaron que se producirían saqueos, el movimiento social Occupy Sandy llegó a movilizar a 60.000 personas que gestionaron la recogida de donativos, alimentos y ropa dando la respuesta más eficaz a la emergencia desde la justicia y la solidaridad.

A comienzos de siglo miles de obreros tomaron el poder en diversas fábricas tras el corralito argentino: la conversión de empresas quebradas en cooperativas de trabajo fue un ejercicio de reinvención social que fue capaz de pervivir y resistir a lo largo de los años. Imaginar es, entre otras cosas, visualizar el gran potencial de cambio cuando los números están de nuestro lado y se produce un desborde que cambia de repente las relaciones de poder e inhabilita por la vía de los hechos los marcos de referencia preexistentes. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con las bicis críticas: en la ciudad de hoy el coche manda, de forma explícita o tácita, hasta el día en que miles de bicis toman los carriles de forma silenciosa e imponen su ritmo. El coche pierde ahí, en cuestión de segundos, todo su poder. También lo vimos fugazmente durante los primeros días de paseo tras el confinamiento, en que las calzadas pertenecieron al peatón.

Los cambios sociales necesitan de la imaginación para que puedan ser concebidos por las personas que los deben llevar a cabo; nunca intentaremos construir una sociedad mejor, más justa y sostenible, si no somos capaces de interpretar que esta no es solo deseable, sino posible.

¿Nos ayuda la visión del colapso?

Es fundamental generar imaginarios deseables justos y armoniosos. De la misma manera que deben ser diversos y desde múltiples perspectivas, porque no todas vivimos lo mismo. También cabe preguntarse si es compatible imaginar dichos horizontes con la imagen terrible que nos proyecta el diagnóstico ecológico actual. Nos oponemos a un determinismo económico que invita a dejar el futuro de la Humanidad en manos de unos dogmas que se anteponen a cualquier otra consideración; pero al mismo tiempo somos en cierto modo víctimas de un determinismo ecológico, impuesto por los límites ecológicos, físicos, climáticos, geográficos… que nos conducen a imbuirnos de una esfera de pesimismo respecto al futuro, que, en nuestra opinión, puede resultar desmovilizadora y fácilmente conducirnos a la parálisis, cuando no a un miedo que alimente a ideologías menos igualitarias e incluso fascistas.

Hoy en día se habla con una pasmosa naturalidad del colapso y al hacerlo recreamos un escenario que es cualquier cosa menos agradable y deseable. Nuestra opinión es que de algún modo estamos invocando ese horizonte como algo ineludible y quedando atrapados en él. Optar por el negacionismo, el tecnooptimismo o cualquier variante alternativa a tan gris imagen es una salida mental tentadora e incluso perfectamente entendible para cualquiera que no tenga una mínima vocación de mártir del apocalipsis, si se nos permite la broma. La pregunta, abierta y sincera, es: Aun con toda la innegable crudeza del diagnóstico ecológico y social en la mano ¿no hay aún muchos futuros diferentes posibles? Porque desde luego bien podemos estar invocando una distopía en lugar de la utopía hacia la que queremos avanzar.

Dice Christiana Figueres que el optimismo no es una falta de responsabilidad o de ignorancia de los hechos, sino una decisión consciente de enfoque. Y es que es al menos discutible que sea posible hacer una pedagogía de la ilusión de un mundo mejor, partiendo de la visión apocalíptica que nos evoca un mundo de sufrimiento. Porque, hablemos con franqueza: aunque defendamos la esperanza por un mundo mejor a menudo no la estamos transmitiendo.

El futuro no está escrito. Tenemos que desprendernos de esa sensación de que hemos llegado al fin del mundo, porque si eso es lo que realmente pensamos y transmitimos, todo deja de tener sentido. Estamos mirando al futuro desde la óptica de nuestro sistema de valores actual y desde nuestro marco de referencia, pero necesitamos imaginar que otro marco será posible. Si Dick Fosbury no hubiera pensado fuera de los parámetros habituales, su magnífica técnica no habría revolucionado la disciplina olímpica del salto de altura: la necesidad de saltar más alto le llevó a girar su cuerpo y saltar de espaldas contraviniendo lo que hasta entonces se consideraba “normal”. Si Lynn Margulis no hubiera decidido mirar de otra forma los procesos evolutivos nos sería más difícil plantear la cooperación como mecanismo, en vez de apostar todo a la supervivencia del más fuerte. Forcemos la puerta del presente. Imaginemos, que es posible.