La pandemia ha supuesto un atajo para acelerar la debacle. Bolsonaro apuesta por la mercantilización de la selva como salida económica para el país
La Amazonía arde cada año con la complicidad de la comunidad internacional. La deforestación ilegal destruyó alrededor de 10.000 kilómetros cuadrados de selva amazónica en Brasil durante el primer semestre de 2019. Los pastos para ganado, el cultivo de soja y caña de azúcar o la minería están detrás del fuego y de múltiples violaciones de derechos humanos a los pueblos originarios. La Unión Europea, lejos de responder de manera contundente a las políticas del cada vez más autoritario Jair Bolsonaro, apuesta por impulsar acuerdos comerciales con los países de la región, como el de la UE con el bloque Mercosur (Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay), para incrementar las importaciones de materias primas a costa de la deforestación de la selva amazónica.
Los incendios, la pérdida de biodiversidad, la covid-19 o la violación de derechos humanos son elementos claves para entender que sin Amazonía no hay vida.
Los incendios bajo el gobierno de Bolsonaro
Agosto de 2019. Las noticias llevan semanas hablando en forma de goteo de incendios en la Amazonía. Es la estación seca, la temporada de queimadas en las que se autorizan pequeñas quemas de terreno en zonas reservadas de la selva. Los fuegos a veces se descontrolan, muchos intencionadamente, y se realizan quemas en zonas protegidas. El objetivo es conseguir más tierras para ganado, cultivos de soja o caña de azúcar. Es ilegal, pero se hace con la connivencia del Gobierno.
En una intervención pública, Jair Bolsonaro afirma que los incendios de 2019 están “dentro de la media de los últimos 15 años”. Los datos no dicen lo mismo: entre enero y agosto de 2019 se detectaron, según el Instituto Nacional de Investigación Espacial de Brasil (INPE) más de 72.843 incendios en la Amazonía brasileña, la cifra más alta desde que comenzaron los registros en 2013 y un 83% más respecto al año anterior. El hashtag #SosAmazonia y las concentraciones inundan redes sociales y calles.
Agosto de 2020. Nuevos incendios azotan la selva húmeda. Son peores que el año pasado. Sin embargo la atención mediática y de la comunidad internacional está puesta en la crisis de la covid-19. Durante los primeros diez días de agosto el INPE detectó 10.136 incendios en toda la Amazonía brasileña, un 17% más que los registrados el año pasado en ese mismo periodo y la cifra más alta en la última década. Bolsonaro vuelve a hablar, esta vez en la II Cumbre presidencial por la Amazonía: “Esta historia de que el Amazonas está en llamas es una mentira”.
En los medios y declaraciones políticas pocos discursos hilan que la pandemia que vivimos está directamente relacionada con el colapso climático y la devastación de ecosistemas como la Amazonía; que la desaparición de especies vegetales y animales influye directamente en nuestras vidas aunque sea a miles de kilómetros o que la destrucción de modos de vida milenarios en comunión con la naturaleza pone en peligro la salud del planeta.
Biodiversidad y covid-19
Con siete millones de kilómetros cuadrados la Amazonía es el bosque tropical más extenso del mundo. Ocupa nueve países de América Latina, de los cuales Brasil concentra la mayor parte: 3,6 millones de kilómetros cuadrados, casi siete veces la extensión de la Península Ibérica.
Los datos sobre la riqueza de su biodiversidad son abrumadores: se estima que el 50% del total de las especies vivas existentes cohabitan en este ecosistema y además da cobijo a una de cada cinco especies de mamíferos, peces, aves y árboles del mundo.
Su función en la regulación de las lluvias y el mantenimiento del ciclo del agua a nivel mundial es clave. Los árboles de la Amazonía intercambian grandes cantidades de agua con la atmósfera mediante la evaporación y transpiración, agua que después fluye por el aire enfriando diferentes zonas del continente. El río Amazonas cruza este vasto territorio a lo largo de 6.600 km que albergan el 20% del agua dulce del planeta.
Esta selva, además, actúa como un importante almacén de dióxido de carbono, uno de los gases responsables del calentamiento global y el cambio climático. Absorbe cantidades ingentes de CO2 producido por la actividad humana que, de otro modo, quedarían liberadas en la atmósfera. Sin embargo, los últimos estudios alertan sobre la disminución paulatina de esta capacidad de absorción desde los años 90, una tendencia que puede agudizarse con la deforestación y los incendios.
La destrucción de la Amazonía también se relaciona directamente con la aparición de pandemias como la covid-19. Se calcula que en torno al 75% de las enfermedades infecciosas emergentes en humanos son zoonóticas, es decir, que se transmiten de animales a personas. La razón es muy sencilla. Cuanto más diverso es un ecosistema más difícil es que los patógenos se extiendan rápidamente, ya que existen más barreras naturales. Cuando se destruyen bosques, especies vegetales y animales se eliminan esas barreras y es más fácil para los patógenos, como los coronavirus, llegar a los seres humanos y campar a sus anchas.
La riqueza de los pueblos originarios
Alrededor de 443.363 indígenas viven en la Amazonía según el departamento de asuntos indígenas del Gobierno de Brasil, la FUNAI. De ese casi medio millón se cree que hay 82 grupos –32 confirmados– que viven aislados por voluntad propia, representando el mayor grupo de indígenas no contactados del mundo.
Los pueblos originarios de la Amazonía han sabido construir modelos de relación respetuosos con su entorno acumulando la sabiduría de generaciones pasadas. Son el gran bastión de resistencia y lucha contra grandes proyectos mineros, de explotación maderera o de construcción de infraestructuras en la gran selva húmeda. Hay casos paradigmáticos como los Kayapó, que en 1987 lograron paralizar la construcción de una gran represa hidroeléctrica o la lucha de los Munduruku contra la minería. Pero defender los territorios indígenas y sus recursos naturales de los gigantes corporativos tiene graves consecuencias: en 2019, diez indígenas fueron asesinados en la Amazonía brasileña.
En 2017, antes de llegar al gobierno, Bolsonaro dejó clara su postura respecto a los pueblos originarios “donde hay tierra indígena, hay riqueza debajo”. Una máxima que está llevando a cabo con todas sus consecuencias a través de su política de bala, buey y biblia (militares, agroindustria y fundamentalismo religioso). Los pueblos originarios son piedras en el camino para desarrollar sus políticas extractivistas y convertir la selva en una mercancía.
Para desarrollar su política de devastación, Bolsonaro se sirve de diferentes herramientas, muchas de ellas de dudosa legalidad.
Una de sus primeras maniobras fue asignar la identificación, delimitación y demarcación de tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, quitándole las competencias de los últimos 30 años a la FUNAI. Las demarcaciones han quedado en manos de un ministerio que vela por los intereses del agronegocio y no los de los pueblos originarios. Además recortó los fondos del órgano indigenista y puso al frente del departamento de “tribus no contactadas” a Ricardo Lopes Dias, un exmisionero cristiano de Nuevas Tribus en Brasil, una de las primeras organizaciones evangélicas que usó aviones para contactar con los indígenas aislados.
El pasado mes de febrero propuso una ley, pendiente de votación en el Congreso, que permitiría la entrada de la agroindustria, la minería, las hidroeléctricas y el turismo en reservas indígenas de la Amazonía, proyectos que han sido bloqueados legalmente por la Constitución del país de 1988.
La pandemia –que Bolsonaro ha negado insistentemente llegando incluso a cesar al ministro de Salud– ha supuesto un atajo para acelerar la debacle. La mercantilización de la selva se vende como una salida económica para el país: “Tenemos la posibilidad de aprovechar este momento en que la atención de la prensa está volcada casi exclusivamente en la covid para ir modificando todo el reglamento y simplificando normas”, afirmaba el ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles. En esta línea el pasado mes de abril el director de Protección Ambiental de la agencia ambiental de Brasil (IBAMA) fue destituido. El IBAMA había intensificado su lucha contra las operaciones ilegales de minería o acaparamiento de tierras en la selva por ser uno los principales focos de contagio de covid-19 para los pueblos originarios.
Los evangelizadores y el contacto con invasores (aquellos que realizan actividades ilegales) han sido históricamente focos de contagio de multitud de enfermedades letales para los pueblos originarios. En este momento, ante la pasividad del gobierno, algunas comunidades indígenas han cerrado carreteras para protegerse del virus.
Según la Articulación de Pueblos Indígenas de Brasil (APIB) a 22 de agosto, 26.956 indígenas se han contagiado de covid-19 y 704 han fallecido. La APIB denuncia el abandono institucional de los pueblos originarios: no se ha hecho un plan específico de lucha contra la pandemia, se ha cancelado el reparto de cestas de alimentos desde la FUNAI y no se proporciona la atención médica requerida.
#StopUE-Mercosur
Mientras la pandemia y la deforestación avanzan a un ritmo vertiginoso, la UE más que frenar este ecocidio, planea aprobar un acuerdo comercial que agravará aún más la destrucción de la selva amazónica, la crisis climática y la violación de derechos humanos: es el acuerdo UE-Mercosur.
Este acuerdo facilita el aumento de exportaciones de carne de vacuno, así como de soja y caña de azúcar a Europa para la fabricación de piensos destinados a la alimentación del ganado y los mal llamados biocombustibles. Tres productos responsables de buena parte de la deforestación de la Amazonía.
La UE es el segundo mayor socio comercial de Brasil, país del que procede la mayoría de productos agrícolas que llegan al mercado europeo. Hablamos de una cuarta parte de las importaciones anuales de carne de vacuno y la mayor parte de las importaciones de soja para alimentar ganado de la UE.
El Estado español contribuye a estas cifras: de media cada año compra alrededor de tres millones de toneladas de soja, más de la mitad proviene de Brasil y en especial de la región amazónica.
Un estudio publicado en la revista Science en julio de 2020 revela que alrededor del 20% de las exportaciones de soja y el 17% de las exportaciones de carne de vacuno de Brasil a la UE están vinculadas a la tala ilegal de bosques.
Estas cifras se dispararán aún más con la entrada en vigor del acuerdo UE-Mercosur.
Por suerte, todavía estamos a tiempo de paralizarlo. Algunos países como Francia, Irlanda o Luxemburgo ya han expresado serias dudas sobre la ratificación del acuerdo debido a la negativa de Bolsonaro de cumplir el Acuerdo de París sobre el clima. Austria, Holanda y la región belga de Valonia han aprobado mociones parlamentarias en contra de la ratificación del acuerdo en el Consejo de la UE. Ángela Merkel también pone un pie en esta dirección: en una reunión con activistas de Fridays For Future ha asegurado que no ratificará el acuerdo comercial UE-Mercosur en su forma actual.
Tras más de 20 años de negociaciones el acuerdo está a punto de entrar en vigor. La sociedad civil europea ya ha puesto en marcha una petición para que los gobiernos europeos no ratifiquen el acuerdo UE-Mercosur. Es hora de elegir: ¿proteger o destruir la Amazonía?
Nosotras lo tenemos claro. Por eso el 28 de agosto distintos colectivos y organizaciones nos sumamos a una movilización mundial bajo el lema #SOSAmazonia y le pedimos al Gobierno de España que no sea cómplice y que rechace de inmediato el acuerdo UE-Mercosur. Porque sin Amazonía, no hay vida.